lunes, 18 de junio de 2007

GLORIA TORRES "La ventolera" 1º Premio Relato Corto Memorial Rosario Martín 2006

foto creación familiar




Cuando llegaron, apenas eran niñas empezando a pollear. Nadie sabía de donde venían. Fue uno de esos días de calor y calles desiertas que obliga a tener las puertas cerradas, los toldos y persianas corridos y la ducha dispuesta para acallar el clamoroso bochorno. Los vecinos, como todas las noches de verano, se arrellanaban en las hamacas junto al umbral de las casas pretendiendo huir de los tabiques febriles cuando ellas irrumpieron en el barrio con el desparpajo adolescente de la libertad sin rumbo, y ese orgullo de sentirse diferentes a los demás por la seguridad que les brindaban sus madres, que caminaban resueltas detrás con los pequeños en el cuadril y las garrafas de plástico.

Las estudiaron desconfiados, incómodos. Que les pidieran comida o llenar garrafas de agua molestaban su paz, su sosiego, máxime cuando las importunas peticiones se hacían a esas horas de la noche, “¡Claro, como ellas no trabajan…!” cuchicheaban entre corrillos sin dejar de vigilar hasta que las vieron alejarse de la urbanización.

Recuerdo que las familias gitanas antes vendían por las calles cántaras, jarros, y lecheras de hojalata, que arreglaban paraguas y conocían el arte de grapar lebrillos y tinajas rajadas, los más avispados echaban asientos de aneas y las mujeres fabricaban canastas, pinceles de cerdas de caballo, vendían cañas, y leían las líneas de las manos. Casi nunca echaban raíces en el mismo sitio; bastaba con que el pueblo les diera mal bajio para salir huyendo conjurando: “lagarto” lagarto”. Pero ahora nadie quiere sus canastas, los cubos de plásticos sustituyen al latón, los lebrillos a las lavadoras, y los aficionados a “la buena ventura” se sienten capacitados para ver el porvenir, de manera que, de una forma u otra, muchos gitanos engrosan (junto a inmigrantes y payos) la lista de marginados que se hacinan en chabolas a las afueras de las ciudades.

Los timbrazos, porraceos en las puertas, los pies descalzos y agrietados en los zaguanes, las garrafas vacías, y el continuo pedir, se convirtieron en el pan nuestro de cada día de aquel verano. Lo mismo elegían los momentos en que el vecindario se sentaba por las noches en la calle qué las horas de la siesta, cuando las casas permanecían en penumbra y los cuerpos se aplomaban olvidando que el sol arrasaba los tejados.


La noche que vi a Gloria Torres, “La Ventolera”, el grupo de gitanillas llegó antes que de costumbre. El sol llevaba poco muerto y sus ascuas enardecían el asfalto. En la calle, era la hora de los niños, cuando los mayores se apropian de las duchas y de las cocinas. Las gitanas llegaron sin las madres intentando jugar, pero los niños del barrio arremetieron contra ellas abucheándolas, increpándolas, e iniciando una pelea que se hubiera quedado en chiquilladas si no fuera porque, apoderada de un palo de fregona salió Natalia dispuesta a despacharlas.
Natalia es NATALIA. Pertenece a esa casta impertinente que se acuartela en los barrios, divulgadora de infundíos y experta en manipular a la vecindad. Con los años, sus anchas caderas habían cobrado peso, y su piel y el cabello se me atojó más deslustrado que por la mañana.
Enérgica y segura de su actitud corría torpemente tras las muchachas asestando palos al aire y echando peste por la boca. A lo lejos sonaba a todo gas la música bacalao. La animación de los niños del barrio, que como polluelos la seguían por detrás, se fue convirtiendo en murmullo de burlas y risotadas, los rincones se teñían azulados y desde la acera, Gloria observaba la reyerta paralizada e inmóvil, mordiéndose las uñas miraba el dorsos de Natalia con gesto aterrado de inocente que no sabe su destino. A veces sus cabellos dorados se estremecían con la brisa vaga que llegaba de las sombras. Sus ojos puros… su rostro lejano… su cuerpo frágil que contrastaba con la ropa mugrienta que le llegaba casi a los tobillos... Me pareció que un halo íntimo la protegía pasando inadvertida.

La mujer maldiciendo su mala puntería y con las venas hinchadas se aferró al palo que azotaba como una prolongación de omnipotencia. La gitana más niña tropezó y cayó de bruces en la calzada. Natalia le lanzó una mirada alobada asestando trancazos, pero la niña hábilmente se arrastraba por el suelo escapándose como...

Fragmento

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