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domingo, 21 de noviembre de 2010

Algo está fallando (5)

Osuna.Las viñas 2005.foto creac. familiar



Y ahora, días después, estaba allí sentado en el salón, junto a ella. Sobre la camilla una libreta abierta de dos rayas, la goma de borrar y un cartucho de gusanitos. María muy entusiasmada iba escribiendo dificultósamente lo que su marido le dictaba mientras, de vez en cuando, él se echaba aquel maíz soplado a la boca:
- Pon ahí: setenta y nueve años que tu tienes menos doce que tenías, es igual a sesenta y siete. Esos son los años que llevas guisando. Por trescientos sesenta y cinco días que tiene el año son veinticuatro mil cuatrocientos cincuenta y cinco días. Por al menos tres comidas diarias hacen un total de setenta y tres mil trescientas sesenta y cinco comidas.
- Sí Paquito, ¡pero eso lo hacemos todas las mujeres!.
- Tú escribe. Ahora, vamos a ver: ¿Cuándo te compré la lavadora?
- ¿Cuál, la automática, o la otra más vieja?
- ¡La automática mujer!. Que ya no has tenido que lavar más a mano.
La tarde caía. El televisor seguía desenchufado. Los dos ancianos, en la soledad de la casa, iban recomponiendo pedazos de sus vidas. Y como María tenía una memoria prodigiosa y no existía fecha que se le resistiera contestó afirmando:
- Seguro que fue en el año 1968.
- ¿Y cuántas coladas a mano hacías a la semana antes de tener la lavadora?
- Depende Paquito. Unas veces una y otras dos. Tú sabes que el día que tocaba lavar, sólo se hacía eso y la comida.
- Bueno. Pongamos una media de siete coladas al mes. –Cogiendo un gusanito y metiéndoselo en la boca prosiguió - ¿Y cuántos kilos de ropa?
- Eso no lo sé. Pero caían todas las sábanas, la ropa interior, los calcetines, los pantalones...
- Sí, pero ¿cuántos?
- Por lo menos dieciocho o veinte kilos en cada colada. – Dijo María y exclamando apostilló – Éramos muchos... ¡Tenemos ocho hijos!
A medida que el hombre hablaba, sobre el papel iban quedaban garabatos muy legibles reflejando escuetamente fragmentos de días, de años.
Cuando hubieron concluido y después de pasarlo a limpio, Paquito pegando una fotografía de su mujer en la esquina derecha de la hoja de libreta masculló:
- Ahora, a ver si es capaz de decir nuestra nieta que tú no has hecho nada en la vida.
Por último, releyeron el documento:

CURRITULUM VITAE DE LA ABUELA.

DATOS PROFESIONALES.
· Cocinera experta desde los 12 años, con más de 73.365 comidas.
· Lavandera profesional, que tan solo en el matrimonio ha lavado en el lebrillo con la estregadera, la friolera de más de 29 toneladas de ropa.
· Planchadora durante 65 años, primero con plancha de carbón, luego eléctrica.
· Enfermera desde los 8 años hasta los 14, que empezó cuidando a su madre hasta que se murió. Luego, toda la vida, continuando con sus padres y hermanos; y después, de los hijos y el marido.
· Hábil limpiadora, tanto de rodillas, como con fregona.
· Idónea administrativa, haciendo posible el sustento de 8 hijos con un escaso jornal.
· Pedagoga y psicóloga sin título.
· Y otras muchas más cualidades.

ESTUDIOS
· Curso superado, a distancia, de Corte y Confección en los años jóvenes.
· Autodidacta, que aprendió a leer y escribir sin ir al colegio hasta los 69 años en el año 1992 en que se sacó el Graduado Escolar.
CURSOS
· Pintura en tela
· Cuadro tridimensional
· Pintura de escayola
· Máquina de escribir
· Cuadros decorados con pan de oro.

AFICIONES .
· Lectora empedernida. Con una media de al menos dos libros al mes, lo que hacen un total de 1560 libros leídos. (Una biblioteca andante).

Concluyeron a altas horas de la noche. Ya estaba todo dispuesto para entregárselo a su nieta Laura cuando viniera al día siguiente con sus padres y sus hermanos. Después, hablaron largo rato sobre el trabajo tan poco reconocido y tan necesario que ha realizado y realiza la mujer desde tiempo inmemorial. Había quedado una infinidad de cosas por anotar, como la cantidad de leche que le dio a sus hijos, las noches sin dormir, las caquitas que quitar... pero se sentían satisfechos porque pensaban que la vida también era escuchar los primeros balbuceo de los niños, sus sonrisas tiernas, la picardía de sus ojos en la época de los dientes mellicles... luego, verlos crecer tomando la antorcha del relevo como hombres y mujeres responsables...
Los dos ancianos terminaron agotados por el esfuerzo y se acostaron sin cenar.
Ya en la cama, la abuela se despertaba. El sueño no era continuo desde hacía tiempo. Una lluvia de imágenes y vivencias empapaban su cabeza. Eran como libros que acumulaba en el armario de su cerebro. Sobre los estantes, yacían apiñados un montón de recuerdos de todas clases y tamaños. Desfigurados, descoloridos, rotos de tanto usarse; abultados, pequeños... encuadernados en tapas de piel, en tapas de cartón... El armario de setenta y nueve años conservaba aroma de preñez y mimos confusamente revuelto con cierto olor a hierro viejo, a cartulina húmeda, a polvo de pergamino añejo.
Dos memorias compactas e infinitamente gruesas destacaban de las demás, y la pobre, cuando las horas se le hacen interminables en el silencio de la noche, imaginativamente las coge con dificultad, las abre con cariño, y descubre provocativamente ante su corazón humedecido por la tristeza, una multitud de evocaciones vacías y amarilleadas por los bordes. Entonces, piensa, que la vida no es un bumerán que se lanza en el tiempo y que luego vuelve en formas de recuerdo. Si no que es desagradecida; porque el vacío que le había dejado la muerte de sus dos hijos, se obstinaba en otorgarle un sentimiento hueco, profundo, como aquellas memorias en blanco.
Y la Abuela sintió la vida más lejos. Tuvo miedo de perderse entre el abismo antes que su marido. La sombra de la noche se filtró hasta los poros de sus carnes. En la soledad de la habitación, se abrazó a él con fuerzas. Y los dos ancianos quedaron muy juntos. En silencio. Viendo pasar el tiempo.

1º premio Narrativa femenina. Arahal 2003
1º premio narrativa Amor y Vida. Santiponce 2004
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martes, 16 de noviembre de 2010

Algo está fallando (4)



Las palabras de la abuela se repetían una y otra vez como si de un conjuro se tratara, y, mientras ponía en rebumba a todos los santos del cielo, el anciano iba quedando impregnado de esa pez pegajosa que comenzó a exhalar efluvios penetrantes a resina de pino.
- ¿Qué me estas poniendo María?. – preguntó el hombre desconcertado.
- Lo de siempre, Paquito. Lo de siempre. (El señor tu medicina. Tu médico San José...)¡Ya verás como te mejoras!. (Señor curármelo entre los tres).

Aquello no había manera de disolverlo. Cuando la crema rozaba las carnes enclenques del viejo, en vez de una película uniforme, aparecían trozos de una lámina reseca, transparente. Más tarde, la capa se grieteaba.
La anciana sorprendida porque la gelatina no se deslizaba, titubeó unos segundos, por fin pensó: “A éste lo curo yo. ¡Vaya si lo curo!.” Y con un gesto decidido, cogió el tubo de pegamento y se lo puso directamente sobre el costado, regocijándose de lo buena curandera que era. Luego, achuchó con fuerzas el recipiente dejándole un soberbio pegote de ese potingue gomoso. Las pequeñas manos embadurnadas, con los temblores propios de la edad, se esforzaban por extenderlo rápidamente. Se lo había tomado como algo personal y tenía que ganar la batalla. Pero era inútil. Más que ungir el cuerpo de su hombre, parecía obstinada en repellarlo. El olor a resina era cada vez más intenso.
Al abuelo, boquiabierto y con los pelos de punta, ya no le preocupaban los dolores. Estaba molido de tantas fletaciones. Una risita nerviosa apareció en sus ojos cuando poco a poco iba sintiendo la piel tiesa, y pensó: “¡No, si verás! ¿A que es capaz de quitarme las arrugas?.” Después bajó la cabeza intentando verse. Fue en vano. El ojo muy abierto le centelleaba entre la incredulidad y el enojo:
- Pero... ¿Qué haces María?... ¡ porque ya no siento ni mis carnes!. El pellejo se me está poniendo de una manera, que parece cartón.
Rascándose con las uñas y quitándose trozos de aquella cosa, lívido y fuera de sí se la enseñaba a su mujer:
- Mira María ¿Qué es esto? ¿Dime tú lo que es?... Fíjate bien. ¡Pero, si me estoy haciendo jirones!
Y abriendo los brazos se tiró hacia atrás de la silla, exclamando:
- ¡Ay María! ¡Que me has matao!.
- No digas eso Paquito. ¡Por Dios, no digas eso!
Contestó María mientras cogía con la otra mano las gafas y repetía para sus adentro: “¡Qué inútil! ¿Por qué no me he fijado en la fecha de caducidad? Cualquier día lo enveneno. Pero claro, eso sólo le pasa a una vieja. Los jóvenes tienen otras ideas”.
Miró el tubo a través de las gafas. Cuando leyó el nombre del supuesto medicamento, se le cayeron los palos del sombrajo:
“¡Ay Dios mío! ¿Pero qué he hecho?” Muy pálida, comenzó a agitarse por la cocina “¿Cómo he podido confundirme?” (se preguntaba la anciana observando de vez en cuando a su marido que estaba sentado e indefenso cerca de la ventana). “¡Pobre Paquito!. Mira como está... ¡Ahora para que se le llene el cuerpo de ampollas!... Vamos, ¡es lo que faltaba!”.
La vieja atolondrada abría un mueble, y otro, y otro... Buscaba algo que según ella, haría maravillas sobre la maltrecha piel de su marido. Por fin, dejó la alacena al descubierto. El anciano, entonces, la miró despacio y por el rabillo del ojo moviendo la cabeza. Cuando la vio venir con la aceitera en la mano, bruscamente dio un salto de la silla gritando:
- ¿Y ahora qué traes María? ¡Más cosas!... ¿Me vas a poner más cosas?
- Sí Paquito. Sí. ¡Ya verás, ya verás como yo lo arreglo!.
- ¡Tú que vas a arreglar! ¿Pero no ves cómo estoy, despellejándome vivo?.
- ¡Eres más exagerado!... Anda, que ya mismo termino.
- ¿Que soy exagerado? ¿Que soy exagerado?. Haces conmigo lo que te da la gana... Pero ya está bien. ¡No quiero que me pringues!
- Eso, no tiene importancia Paquito. Tú déjalo de mi cuenta, que ya verás.
- ¿Qué te deje? Eso no te lo crees ni tú.
Diciendo esto, el anciano casi encueriches, como pudo, echó a correr por la cocina huyendo de su mujer y tropezando con los sillones de plástico. Ella, aprovechando que su hombre no veía bien y con la aceitera en la mano, lo alcanzó antes de que se escapara. Y empezó a frotarle aceite a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, al tiempo que murmuraba a gran velocidad:
“El Señor tu medicina. Tu médico San José. Y la Virgen tu madrina. Señor curádmelo entre los tres. El Señor tu medicina. Tu médico San...” Mientras, una parva de cascarillas se despegaba del torso blancuzco del anciano y planeaba por el aire hasta llegar al suelo.
Nunca supo Paquito si fue el pegamento “Imedio” o los rezos de su mujer, pero lo cierto es que los dolores le habían abandonado.
continuará...
1º premio Narrativa femenina. Arahal 2003
1º Premio narrativa Amor y Vida. Santiponce 2004
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martes, 9 de noviembre de 2010

Algo está fallando (3)

Osuna.las viñas 1988.foto creac. familiar.




Las palabras cayeron en el espíritu de la anciana como piedras en un pozo removiendo las aguas negras de su interior. Ahora más que nunca sintió ese vértigo inexplicable de la soledad. “¿Será cierto que no he trabajado en mi vida?” Se preguntaba poniendo la panera sobre el mantel para cuando llegara su hombre. No sólo se había marchado su nieta dejándola con ese sabor amargo de la inutilidad, sino que además, su marido no llegaba.
La anciana era dada a exagerar los acontecimientos. Le agitaba una febril excitación. Una sombra roja ardía en sus orejas. La espera se le hacía interminable. Ya se imaginaba que llamarían a la puerta dándole la noticia de que a Paquito, como estaba delicado y no veía bien, lo había pillado un coche, o se había puesto enfermo. Luego, el eco lejano de las palabras de su nieta la hizo reflexionar: “ Que un hombre diga que no he trabajado en mi vida es injusto, ¿pero que lo diga una mujer y universitaria? es imperdonable. Algo está fallando. Claro, como ella se encuentra el terreno abonado..., ahora es fácil recoger las flores de todas las generaciones anteriores. Nosotras, después de la guerra, fuimos sufridoras silenciosas del luto y el miedo que llevábamos dentro”. Pero en ésas estaba cuando el hombre, que tenía las llaves de la casa, se le apareció sin hacer ruido en medio de la cocina y con la cara descompuesta. Ella al verlo, como siempre, se turbó. Luego, se dirigió hacia él con gesto de preocupación relatando:
- ¿Lo ves? ¡Ya sabía que te pasaba algo! ¿Qué tienes?, ¿A que te has puesto malo? – Sin saber qué hacer y sin dejar hablar a su marido – No, ¡Si yo lo sabía! ¿Tienes fatiga? Ven, siéntate. ¡ Ay Dios mío! Te voy a dar una tónica.
Obedeciendo como un perrito faldero, el anciano se sentó en la silla que le había colocado su mujer cerca de la mesa:
- ¡No me marees mujer! – reprochaba apabullado - Vengo que no puedo y tú, nada, erre que erre en vez de ayudarme.
La cabeza del hombre deambulaba de un lado a otro mirando a su mujer que apresurada llegó al frigorífico:
- ¡ No quiero nada! - protestó - Párate y escucha. Primero, entérate de lo que tengo y luego habla. Ya está bien, mujer. ¡Déjame descansar!.
- Sí Paquito, sí. Llevas toda la razón. Pero, ¿qué té pasa? ¿Te duele el pecho? Una Cafinitrina. Eso, una Cafinitrina – decía la mujer hurgando en la caja de las medicinas. –
En pocos segundos le llevaba la pastilla del corazón para ponérsela debajo de la lengua, cuando el marido irreflexivo, de un manotazo retiró la medicina manifestando:
- ¿No te he dicho que escuches primero lo que me pasa? y tú, bla-bla-bla. Con tanto bla-bla-bla me mareas.
- Sí Paquito. Perdona. ¿Pero dime de una vez lo qué tienes para que pueda ayudarte?
- ¡Los dolores de las costillas que me traen frito! – y señalándose con la mano el costado indicó – Por aquí. ¡Todo esto!... Me he sentado en un banco de la plaza y habré cogido frío.
La anciana colocó a su marido lejos de la mesa, agarró un tubo de pegamento Imedio y se dispuso a auxiliarlo. Cariñosamente iba untando el ungüento sobre el cuerpo de Paquito al tiempo que recitaba una oración aprendida en la infancia:
- El señor tu medicina. Tu médico San José. Y la Virgen tu madrina. Señor curádmelo entre los tres. El señor tu medicina. Tu médico San José y la Virgen tu madrina. Señor...

continuará...

1º Premio narrativa femenina. Arahal 2003

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martes, 2 de noviembre de 2010

Algo está fallando (2)

Tenerife.2006.foto creac.familiar





La soledad y la rutina se interrumpían todos los veranos con la llegada de los hijos y los nietos. Era el momento más ansiado de los abuelos. Sabían que los hijos no traían mucho tiempo. Sin embargo, como eran tantos, con la semana de unos y la quincena de otros, hacía que en los veranos tuviesen asegurada la compañía no dejándoles tiempo para pensar en los achaques. Pero cuando los hijos se iban todos y se llevaban a los nietos, el abuelo no tenía a quién contarle los cuentos. Había llegado el invierno. Entonces, con su mujer, hacían inventario de sus vidas. Y en las tardes grises de lluvia, sentados en la camilla y entristecidos, sin más compañía que la luz del salón encendida, recordaban anécdotas de los dos hijos muertos, comentaban cómo les iba a los otros, y hablaban orgullosos del futuro de los nietos.
Recuerdo que el martes anterior, su nieta Laura, había ido al pueblo a llevar unos papeles para ver si conseguía trabajo y les hizo una visita. Todo se hubiera quedado en eso, si no fuera porque cuando estaban las dos mujeres hablando y sacando los cacharros del friegaplatos, al interesarse la abuela por el motivo de su llegada, Laura le dijo:

- Abuelilla, vengo a echar el currículum. Y el abuelo, ¿dónde está?.
- Ha salido por el periódico. Ya no tardará mucho. ¿Cuándo le dan las vacaciones a tus padres?
- Siempre estás pensando en lo mismo abuelilla. ¡Y yo qué sé!. Pero... si todavía no ha terminado el curso. Qué quieres, ¿verlos?
- ¡Pues claro!

Poco a poco la vajilla iba quedando colocada en el mueble, los vasos en la parte superior y los platos blancos en la parte de abajo, uno tras otro, cuidadosamente ordenados por clase y tamaño. Ya sólo quedaba la cestilla de los cubiertos cuando la nieta al dirigirse al frigorífico para coger una “fanta” indicó:
- Este domingo los vas a ver. Me han dicho que prepares para comer que vamos a venir todos.
El frigo era de estos que tienen dos puertas, con el congelador en la parte de abajo y la de arriba para los alimentos frescos. Al abrirlo la joven, apuntó extrañada:
- ¿Qué hace aquí este trapo mojado?
- Niña, que el frigo da agua, y lo he puesto para que empape y no chorree por fuera.
Después de una pausa, se acercó a la anciana. Y abrazándola con ternura protestó la muchacha:
- Ay, mi abuelilla... ¿A qué esperas para arreglarlo? Es peligroso.
Ya era casi la hora del almuerzo. Laura siguió hablando del chaval que le gustaba y de sus amistades. Pero la anciana le escuchaba a ratos. Por raro que parezca, se le había despertado la curiosidad con esa palabreja: “el currículum” “¿Qué será el currículum?,” se preguntaba intermitentemente. Después, inquieta, miraba el reloj. Su marido tardaba demasiado. Una congoja en el pecho le barruntaba lo peor. Se asomaron a la ventana, pero no le vieron venir por la calle. La muchacha tenía prisa. Perdía el autobús y no podía quedarse. Se despidió. Pero cuando iba por el cuerpo de casa, antes de salir al zaguán, la abuela desde lejos, indiscreta le sugirió a voces:

- Nena, ¿Yo tengo currículum?

Por naturaleza la juventud quiere ser eterna, cuando en sí, es limitada por ese mismo tiempo. Lo peor es que no se da cuenta que la vida es continua. Y Laura caía en la vanidad de todos los jóvenes, “sentirse lo más importante en la vida”. Aunque las generaciones anteriores existían, no eran más que generaciones perdidas, llenas de incompetencias. Lo realmente importante era ella, sus estudios, sus amores, su trabajo... No alcanzaba a imaginar a sus abuelos ni a sus padres de jóvenes. La pujanza de la savia nueva la llenaba de prepotencia ante preguntas que le parecían absurdas. Sin plantearse si su abuela sabía lo que era eso, contrariada e irreflexiva gritaba yéndose para la calle:

- ¿Tu has hecho algo abuela? No has trabajado en tu vida. Ni has estudiado. ¿Tú qué has hecho? Nada. No has hecho nada.

continuará...
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martes, 26 de octubre de 2010

Algo está fallando (1)

Osuna.Las viñas 2006.foto creación familiar.

Hay quienes pasan por el bosque
y sólo ven leña para el fuego.
Proverbio ruso


Aquella madrugada del domingo, la abuela estaba allí, sentada en la cocina de la casa grande y perdida en infinidad de preguntas. Perdida en su pequeño cuerpo fatigado y algo más que grueso. Perdida en las arrugas de su piel, en los dolores de los huesos. Perdida en la longevidad que se le amontonaba curvándole ligeramente las espaldas a modo de un macizo botín de años. Mientras, por los ventanales, lentamente la claridad se apoderaba de los rincones de la estancia. La cocina entonces, en pocos minutos, iba pasando de la negrura borrosa a un brillo casi iridiscente. Sobre el dintel de las aberturas, descendían de las barras unas cortinas dibujadas con motivos de aves silvestres. En el centro, dos mesas estilo castellano, algunas sillas de aneas y los sillones de plástico. Al fondo, como presidiendo el ambiente, la chimenea inanimada repleta de cachivaches y recuerdos. Sobre las blancas paredes colgaban unos muebles pajizos, numerosas estampas religiosas ligadas con fotos familiares y tapices antiguos, que, junto a los electrodomésticos y la puerta de rejilla que tapaban la alacena, le daban a la cocina esa mezcolanza de encanto y vetustez propia de las viviendas antiguas.
El tiempo pasaba. La abuela permanecía situada en el borde del asiento junto a la mesa, inclinada hacia delante, absorta en sus rezos y meditando las palabras duras de su nieta. Viéndola así, inmóvil, sosteniéndose únicamente por las patas delanteras de la silla y con los ojos clavados en la ventana, engendraba una extraña sensación de equilibrio inestable que desafiaba la soledad de la casa.
“Tengo que sacar el pollo del congelador–piensa la abuela irguiéndose con torpeza–. Quiero dejar el almuerzo hecho antes de ir a misa. Después se me echa el tiempo encima. No creo que Laura venga temprano. Pero se va a enterar cuando llegue. ¡Vaya si se va a enterar!. Se va a caer de culo cuando le entregue estos papeles. Valiente descaro... Esta vez se ha pasado de rosca. Tengo que decírselo. Me ha dolido. Sí. Me ha dolido mucho. Yo seré una vieja, pero las cosas no se dicen de esa manera ¿Es que no puede ser algo más delicada hablando?. Aunque no puedo culparla. ¡Es tan joven!”
Cuando abrió el frigorífico, la anciana no pudo evitar un gesto de disgusto. Se pasó las manos por el delantal hasta calentarlas:
“ Otra vez el agua. ¡Estoy harta tanta agua! En esto lleva razón mi nieta, pero seguro que no tiene arreglo”– Cogió perezosamente el trapo de dentro de la nevera y lo estrujó en el fregadero afirmando en voz alta- ¡Un día de éstos me quedo tiesa!
Tras sus palabras, un profundo silencio se hizo en toda la casa.
Como buena cristiana educada para perdonar las ofensas, dirigió su mirada hacia arriba. Sus ojos delataban el brillo del arrepentimiento. Las ideas se le amontonaban en la cabeza:
“¡Dios mío, perdóname!, Laura me cuenta sus cosas... hablamos... siempre está pendiente de mí... de si estoy sola o de cómo me siento. ¡Perdóname, Dios mío, por hacer juicios falsos!”
La luz de las primeras horas del día se filtraba por la ventana. La abuela, sumida en sus pensamientos, trapicheaba de un lado a otro. El agradable olor fresco a mañana de primavera mezclado con tufillo de tostadas se dispersaba por el aire. Desde la entrada de la cocina, sonó una voz rompiendo el silencio:
- ¡ María! Dame algo.
Un repullo violento recorrió el torpe cuerpo de la anciana. El plato que llevaba entre las manos se estrelló contra el suelo. Angustiada masculló:
- ¡Ay Paquito!... ¡Que me has asustado!
- ¿Por qué? ¿Qué he hecho? - murmuró el marido sonriendo - Eso te pasa por estar todo el día rezando. ¡Me tienes abandonado!
El marido, Paquito, ya contaba los ochenta y un años, y aunque también era hombre religioso, de vez en cuando incordiaba a su mujer por su desmesurado misticismo. Los años habían hecho estragos sobre el cuerpo del anciano; las manos le temblaban, y cualquier situación que se saliera de la rutina se le hacía una inmensa montaña. Pero cuando aún no era muy mayor, mientras trabajaba en la herrería, una astilla se le clavó en un ojo y lo perdió. Desde entonces, su mujer se había acostumbrado a ver la cabeza de Paquito girando de un lado a otro hasta enfocar bien lo que pasaba a su alrededor. Aunque llevaban 55 años casados, el tiempo no había conseguido que ella olvidase sus rezos, ni que se dejara de asustar cuando su marido la buscaba sin hacer ruidos y luego le hablaba bajito diciendo su nombre. Él lo sabía. Y en ese momento, el ojo del anciano chispeaba muy abierto y sus labios reflejaban la picardía del chiquillo que hace una travesura y sabe que no es descubierto.

continuará...
1º premio Narrativa femenina. Arahal 2003
1º premio Narrativa Amor y vida 2004. Santiponde
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miércoles, 11 de junio de 2008

¿Cuántas formas hay para decir te quiero?



Cerré los ojos: negro, rojo, puntos irisdicentes como átomos inquietos. Un sin fin de puntitos luminosos se acercan, suben, se alejan… recorren esa distancia que separan: la mirada, de los párpados. Cavilación que desaparecen en el preciso instante en que nos fijamos en ellos, los seguimos (con esa visión extraña desde dentro) quedando iluminada incomprensiblemente la oscuridad incorpórea.

¿Porqué esas fosforescencias? El día había sido duro, demasiado duro para mis 56 años en los que tenía que rendir como en los años jóvenes.

Llovía, afuera llovía. Un sopor de tinta adiviné en el sonsonete del agua y al fondo de la calle entristecida, el brillo lejano de la calzada reflejaría la tenue luz de las farolas bajo la espesura negra, entidad propia que casi intuí en las yemas de los dedos. Si me hubiesen dicho que llegaría a esta edad enterrado en papeles, no me lo hubiese creído.

Abrí los ojos, frente a mí, la oscuridad propia del dormitorio se interponía al techo dejando ese misterio de tinieblas, de callejón infinito, de agujeros de madrigueras, o del fluir tembloroso del fondo de un pozo. Caracoles negros como tizones se me metieron entre ceja y ceja:

- 3479 Alfredo Carnete. DNI 45.789.326 Móvil 636326879 Domicilio: C/ San Simprosio nº 27.
- Parrado Romane. DNI …
- Silvio Lanzano: éste no tiene ni seguro de vida ni cuenta de ahorros, creo que tampoco tien…

Trabajaba. Yo, Sicile Oranno, boca arriba, en la cama, trabajaba. Mi inteligencia, mis dotes de vendedor, y la experiencia que me daba el trato de tantos años, debieron aventurar esa deformación profesional que me tatuaba: relacionar el entrono, lo que veía, con lo que hacía. Simbiosis de defensas del subconsciente que permanece alerta intentando mantener el difícil equilibrio de múltiples horas de trabajo; ratón, ordenador… verdaderamente dos palabras sin sentido que encerraban todos los sentidos sustentados por un universo determinado destinado al servicio ajeno.Ratón, qué contradictoriamente a los ratones, imparables, qué se esconden al menor ruido) permanecía quieto, inmutable, sobre una mesa de oficina y que, cobardemente, cobraba la vida y la función de quien lo utilizase, cómo ráfagas de una existencia efímera.

Ordenador, qué más que ordenar guardaba, tragaba, y almacenaba todo lo que le echase. ¿De qué me servía aquel relojito de la pantalla? De qué el Windows como sellito impecable, impertérrito… la máquina, aquella máquina infame no tenía concierto propio pero sí devoraba el tiempo, mi tiempo, como agua dentro de clepsidra o despojos en vientre de serpiente, a diferencia de que yo, Sicile Oranno, estaba fuera, me sabía fuera… sin darme cuenta que estaba dentro de la máquina hasta el corvejón. Me pesaba. Demasiado trabajo. Demasiados clientes a los que mantener satisfechos… y ese afán de superación que tala hasta los árboles más milenarios, dejándome tendido, vencido, a merced de las aguas de un río que se disponía a desbordarse: Cari no estaba. Mi mujer: no estaba. Tan sólo durmió fuera cuando los dos partos y aquella semana del aborto que se me hizo eterna.

No era depresión, no, sino la ausencia, su ausencia, su maldita ausencia que calentaba mi espalda y me erectaba el sexo.

Nunca echamos en falta lo que tenemos delante porque sabemos que está ahí, como si la fuerza de la costumbre restara valor o diese por echo un sosiego, una tranquilidad familiar, eterna, donde todo perdura inmutable. Pero aquel día, aquella noche, con la cara hundida en su almohada olía sus pasos, su risa, ese mirar avispado moviéndose como un torbellino alrededor de los niños paro luego, volver a desaparecer su imagen como humo en el aire o tiempos que no vuelven.

El viento zarandeó el balcón y la lluvia había cesado. En el silencio de la noche pude oír el traqueteo de los hierros contra las vía que me llegaba divulgando que eran las tres y veinte de la madrugada. Miré el reloj: puntual, tan puntual el tren como todos los días desde que nos mudamos. Luego el silencio, un silencio inquietante y aquel pensamiento obtuso, ¡cómo seguiría mi suegro…! Tantos años viviendo con nosotros, qué hasta había perdido la cuenta.

Estaba claro que no podía dormir y opté por levantarme. A tientas, sigilosamente y con las luces apagadas por no despertar a mis hijos, conseguí llegar a la cocina. No se si fue por la deformación profesional, por distraerme con mi hobby, o cosa de telepatía, pero abrí el portátil y al entrar en mi correo:

Hola ¡¡scileoranno.@yahoo.es!!
Tienes 3 mensajes sin leer:
Bandeja de entrada (3)
Messenger: Tienes 0 mensajes de voz no leídos.

Con las ansias propias de un náufrago cliqué sobre la bandeja de entrada. La pantalla retraída me devolvió la imagen con la lista de tres remitentes.Prioridad, prioridades pendiendo de una raya que separan intimidad, del escaparate; el yo, de la sociedad; o las mareas, de la arena.

¿Cómo se las ha ingeniado la brujita de Cari para mandarme un mensaje desde el hospital? Todavía, después de treinta años casados seguía sorprendiéndome. Un gesto bobalicón intuí en mi rostro abriendo el mensaje de Cari cuyo asunto: Gracias Sicile por…, se anticipaba en letras azules. Sorprendido observé que había sido enviado casi dos horas antes, miré a uno y otro lado la oscuridad de la cocina confirmando mi intimidad, apreté el culo a la silla acomodándome. Y pegado totalmente a la mesa empecé a leer casi metido en la pantalla:

Te mentiría si te dijera que no te hecho de menos. Sicile hecho de menos los niños, la colonia que se ponen por las mañanas cuando salen de la ducha antes de irse a trabajar, las protestas de Pruden por las calzonas, darte masajes en los pies, el sonido de los botes del balón de fútbol por el pasillo, las carreras de Victor saltando los escalones de dos en do., ¡Cidado con Victor!, es muy loco con la moto. No quería decírtelo, pero bueno, ya está, ya lo sabes. Y sobre todo, hecho de menos que me rasques las espaladas. ¡Nadie como tú me rasca las espaladas!
Hoy he comido bocadillo, me lo ha traído Gertrudis, la auxiliar de Antonio, este hombre mayor que está operado de corazón y los hijos le han puesto una asistenta: el de la habitación de al lado, la 206… ¡No me atrevo a separarme de mi padre! Todo el día se lo lleva de la cama al váter y temo que se caiga, parece como si las piernas se les trabasen por día.
¿Cómo llevas el relato? Me sonaste desalentado, dubitativo, vamos, como que no lo tenías muy claro; ya, ya se que tiempo es lo que te falta, ¿Por qué no pruebas a escribir sin pensar en fecha? ¡Ya vendrán más concursos! No lo dejes, prométeme que no lo dejarás, al fin y al cabo, no todos los escritores consiguen premios ni todos los que escriben pueden considerarse escritores. ¿Quién sabe? Lo mismo un día me encuentro por ahí un libro tuyo que diga en letras muy grandes: ¿CUANTAS FORMAS HAY PARA DECIR TE QUIERO?, y en la contraportada: Sicile Oranno. Profesión: Chupatintas. Bueno… contable. Eso de chupatintas… como que no te gusta.
Si nos quitara los sueños Sicile, ¡ay! si nos quitaran los sueños…
No está prohibido soñar, no tenemos prohibido soñar, aunque la vida nos enfrente muchas veces a callejones poniendo a prueba nuestra capacidad de renuncia.
Tenemos la obligación y el deber de soñar. ¡Cómo me gustaría mandarte desde aquí un poco de fuerzas! Sé que mi padre nos entorpece, que las atenciones que a sus años necesita, muchas veces nos limitan. Estuve pensándolo, sí. Cuando por fin se quedó dormido quedé largo rato de pié, frente a la ventana, la noche estaba espesa, ni una estrella, sólo los focos iluminaban algunos árboles de la explanada de los coche, pero a lo lejos Sicile, a lo lejos se distinguía un horizonte plagado de lentejitas tan luminosas, que casi rozaban unas con otras. En aquel momento pensé: tras cada luz, ciento de gentes habitan con sus delirios.
Esto no quiere decir que lo nuestro, lo que nos está pasando, no tenga valor, ni mucho menos, por supuesto que no soy de las que apuestan por mal de mucho consuelo de tontos, pero lo que si es cierto, es que ni nosotros somos el ombligo del mundo, ni lo que sucede a nuestro alrededor debiéramos de ignorarlo. ¿Quién dice que nadie llegará a viejo? ¿Quién que no tendremos enfermedades? ¿Quién es capaz de asegurar una vida sin problemas, ni paro, ni drogas, ni accidentes, ni embarazos no deseados? Cada cual lleva su mochila implacable aferrada a las costillas como una cuchilla hiriente invistiéndonos de un careto recio, duro, para seguir subsistiendo. Incluso entre nosotros pretendemos, con tal de ayudarnos, callar, afrontar situaciones con esa madurez propia de la responsabilidad compartida. ¿Nos estaremos equivocando?
No se, por eso mismo hoy no pretendo empuñar el silencio y te doy las gracias. Sí, las gracias. ¡Uno se casa también con los padres de su pareja! Tú más que nadie lo sabes. Tú que me apoyaste en que se viniera mi padre con nosotros cuando murió mi madre, tú que has vivido su deterioro, sus limitaciones, su envejecimiento prematuro en detrimento de su cuerpo.
Gracias Sicile por estar ahí, gracias por estos casi once años (con sus días y sus noches) sin la libertad propia del vivir con los hijos exclusivamente; por llevarnos a tantos especialistas, por acompañarme (sin salir) tantos fines de semana porque él estaba peor; por animarme cuando los vientos depresivos acechaban, por el trato tan extremadamente cariñoso que le tienes a mi padre, por tus disimulos tragándote las riñas a los niños, con tal de que mi padre no sufriera…
Desde luego que llevas razón Sicile, hay muchas formas de decir te quiero.
¿Recuerdas que de novios me dijiste que cuando de niño te preguntaban que qué querías ser de mayor siempre respondías que querías ser una persona? Eso me caló hondo ¡Una persona! Qué mejor carrera y que mejor compañero que una persona.
No me ha costado mucho trabajo salir a escribirte. Recordé el Cyber de la esquina, y he pagado unos euros a la mujer que cuida de Antonio para que esté también pendiente de mi padre durante un rato. Más o menos duerme bien y no creo que haya problemas, aunque ya me estoy inquietando.
Mañana hablamos.
Un largo abrazo Sycile, un largo abrazo lleno de besos.
¡Ah!, se me olvidaba, pasado mañana tendrás que pedir permiso en el trabajo, Pruden tiene dentista por la tarde, a las 7,20. No lo olvide., Qué no hay autobuses para la vuelta. Me temo Sicile qué aún no estaremos en casa. Aunque a ratos parece que mi padre va algo mejor, con los médicos no suelo pasarme de lista. Ya sabes que me han dicho que hasta no tener los resultados del TAC, no le darán el alta.
Ahora estarás durmiendo. Besos para Victor y Pruden. Hasta mañana Sicile. Te quiero.

¡Bueno, bueno con mi Cari…! Pues nada, tendré que ponerme ha hacer el relato. ¡Y, a olvidarme de las fechas!

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domingo, 21 de octubre de 2007

Gloria Torres “La Ventolera” (2ª parte y final)

foto creación familiar



La mujer daba tumbos maldiciendo su mala puntería, con las venas hinchadas se aferraba al palo que azotaba como una prolongación de omnipotencia. La gitana más niña tropezó y cayó de bruces en la calzada. Natalia lanzó una mirada alobada asestando trancazos, pero la niña hábilmente se arrastraba por el suelo escapándosele como agua entre las manos. A sus espaldas, la caterva de chiquillos brincando la abucheaban. Ella se revolvió con el brazo en alto y los ojos crispados. Se hizo el silencio. Pasó un viento lóbrego, las bombillas se encendieron entristecidas y, alargando el paso hacia la acera, la mujer apretó el palo rabioso y golpeó y golpeó el rostro de Gloria.


Por el semblante de sus colegas adiviné que nadie podía tocar a Gloria Torres. Era como un secreto, un conjuro íntimo, profundo, una sabiduría instintiva de animal que presiente los terremotos sin que se lo hayan enseñado, como si de siempre supieran que Gloria Torres era sagrada. Sin decirse nada, sin que nadie se los ordenase. Al menos, eso creí ver en aquellas adolescentes que se rebelaban contra todo aquel que osara golpear a La Ventolera.


Poco después, las adolescentes aparecieron nuevamente, pero esta vez acompañadas de dos niños algo más pequeños que ellas. Todos pertrechos de troncos y piedras reclamaban revancha. Los vecinos salimos de las casas, unos a curiosear, otras acusándolas de putas que les echaban a perder los maridos, y los menos intentando mediar. Como el vecindario se revolvía, la más desarrollada, airada se echó la enagua a la cabeza:



- ¡Digo!.... Para eso tengo mi coño nuevo.
- ¡Envidia! - Gritó otra.


Gloria no estaba. Los palos se alzaban amenazantes, los insultos aumentaron, alguien sugirió llamar a la policía, y el grupo de adolescente huyó apiñado aunque de vez en cuando, alguna de ellas volvía la cara a comprobar que nadie los seguía.


No sabía si me enfrentaba a una explosión de racismo o a la disputa animalesca por la defensa del territorio. Aunque lo que era indudable es que, al margen de las preocupaciones por el paro o la violencia de genero, habíamos olvidado los años en que el frío y las ansias azotaban nuestros estómagos, las ilusiones de la infancia, la ansiedad del conocimiento, y el hambre de justicia y libertad de los tiempos juveniles. No cabía duda que aquello era algo más profundo. Yo mismo no supe responder al discurso de Natalia que ante los reproches, retorciendo la boca se defendía con arrojo:



- Y, ¿qué?... ¿Es que ustedes sois dioses? ¡Todos sois unos farsantes!– y yéndose gruñía arrastrando el palo - ¿No lo digo yo?... Hipócritas…


Con la llegada de los fríos las familias gitanas desaparecieron como aves migratorias para volver a reaparecer en el verano. Todos fuimos testigos del crecimiento de las chiquillas y demasiado pronto para su edad, a más de una las vimos embarazada, pero inútilmente intenté seguir el rastro de Gloria Torres “La Ventolera”, que desde aquella noche del incidente, desapareció dejando una estela misteriosa hasta el día de su muerte.


Fue el 12 de enero de éste año. Lo sé porque comíamos gachas como todos los días de San Arcadio, quizás por añoranza de la infancia o porque al estar lejos, recordamos los orígenes. Esa noche los golpes suaves en la puerta nos sorprendieron. Los novios de mis hijas estaban en casa y no quedaba nadie por llegar. Soltando la cuchara en el plato miré a mi mujer levantándome del asiento:



- ¡Déjalo! Ya voy yo.


Al abrir la puerta sentí el frío de aquellos pies descalzos, desparramados en la acera. El estado de la joven era lamentable y los andrajos no podían ocultar que daría a luz de un día a otro. Me habló desde el umbral. Tuve que acercarme porque el hilo de su voz no me llegaba:



- ¿Qué dices?
- Que me de algo... No he comido nada. ¡Algo que me caliente!


Tendría unos veinte años. Poseía esa tristeza que enflaquece el rostro y vuelve la mirada pálida, marchita… casi no la reconocí. Tiritaba. Una cicatriz honda atravesaba sus labios y parte de la mejilla. Mi mujer le dio una manta y yo acallé mi conciencia ofreciéndole una buena ración de gachas Viéndola de ir, sus cabellos dorados se estremecieron con el relente y no quise creer que, la que se alejaba bajo las estrellas que rechinaban como granizos era Gloria Torres “La Ventolera”.


Esa fue la última vez que la vi, porque a la mañana siguiente, muy temprano, el vecino que tiene el corralón detrás del campo de fútbol, donde guarda los aperos de labraza, al llegar por el tractor, descubrió a la muchacha muerta y con la ropa pegada al pellejo calcinado. Brutalmente se habían ensañado y me dijo que, desde algo más allá, le llegó el tufo de los restos de la choza que aún humeaban carbonizados.




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lunes, 18 de junio de 2007

GLORIA TORRES "La ventolera" 1º Premio Relato Corto Memorial Rosario Martín 2006

foto creación familiar




Cuando llegaron, apenas eran niñas empezando a pollear. Nadie sabía de donde venían. Fue uno de esos días de calor y calles desiertas que obliga a tener las puertas cerradas, los toldos y persianas corridos y la ducha dispuesta para acallar el clamoroso bochorno. Los vecinos, como todas las noches de verano, se arrellanaban en las hamacas junto al umbral de las casas pretendiendo huir de los tabiques febriles cuando ellas irrumpieron en el barrio con el desparpajo adolescente de la libertad sin rumbo, y ese orgullo de sentirse diferentes a los demás por la seguridad que les brindaban sus madres, que caminaban resueltas detrás con los pequeños en el cuadril y las garrafas de plástico.

Las estudiaron desconfiados, incómodos. Que les pidieran comida o llenar garrafas de agua molestaban su paz, su sosiego, máxime cuando las importunas peticiones se hacían a esas horas de la noche, “¡Claro, como ellas no trabajan…!” cuchicheaban entre corrillos sin dejar de vigilar hasta que las vieron alejarse de la urbanización.

Recuerdo que las familias gitanas antes vendían por las calles cántaras, jarros, y lecheras de hojalata, que arreglaban paraguas y conocían el arte de grapar lebrillos y tinajas rajadas, los más avispados echaban asientos de aneas y las mujeres fabricaban canastas, pinceles de cerdas de caballo, vendían cañas, y leían las líneas de las manos. Casi nunca echaban raíces en el mismo sitio; bastaba con que el pueblo les diera mal bajio para salir huyendo conjurando: “lagarto” lagarto”. Pero ahora nadie quiere sus canastas, los cubos de plásticos sustituyen al latón, los lebrillos a las lavadoras, y los aficionados a “la buena ventura” se sienten capacitados para ver el porvenir, de manera que, de una forma u otra, muchos gitanos engrosan (junto a inmigrantes y payos) la lista de marginados que se hacinan en chabolas a las afueras de las ciudades.

Los timbrazos, porraceos en las puertas, los pies descalzos y agrietados en los zaguanes, las garrafas vacías, y el continuo pedir, se convirtieron en el pan nuestro de cada día de aquel verano. Lo mismo elegían los momentos en que el vecindario se sentaba por las noches en la calle qué las horas de la siesta, cuando las casas permanecían en penumbra y los cuerpos se aplomaban olvidando que el sol arrasaba los tejados.


La noche que vi a Gloria Torres, “La Ventolera”, el grupo de gitanillas llegó antes que de costumbre. El sol llevaba poco muerto y sus ascuas enardecían el asfalto. En la calle, era la hora de los niños, cuando los mayores se apropian de las duchas y de las cocinas. Las gitanas llegaron sin las madres intentando jugar, pero los niños del barrio arremetieron contra ellas abucheándolas, increpándolas, e iniciando una pelea que se hubiera quedado en chiquilladas si no fuera porque, apoderada de un palo de fregona salió Natalia dispuesta a despacharlas.
Natalia es NATALIA. Pertenece a esa casta impertinente que se acuartela en los barrios, divulgadora de infundíos y experta en manipular a la vecindad. Con los años, sus anchas caderas habían cobrado peso, y su piel y el cabello se me atojó más deslustrado que por la mañana.
Enérgica y segura de su actitud corría torpemente tras las muchachas asestando palos al aire y echando peste por la boca. A lo lejos sonaba a todo gas la música bacalao. La animación de los niños del barrio, que como polluelos la seguían por detrás, se fue convirtiendo en murmullo de burlas y risotadas, los rincones se teñían azulados y desde la acera, Gloria observaba la reyerta paralizada e inmóvil, mordiéndose las uñas miraba el dorsos de Natalia con gesto aterrado de inocente que no sabe su destino. A veces sus cabellos dorados se estremecían con la brisa vaga que llegaba de las sombras. Sus ojos puros… su rostro lejano… su cuerpo frágil que contrastaba con la ropa mugrienta que le llegaba casi a los tobillos... Me pareció que un halo íntimo la protegía pasando inadvertida.

La mujer maldiciendo su mala puntería y con las venas hinchadas se aferró al palo que azotaba como una prolongación de omnipotencia. La gitana más niña tropezó y cayó de bruces en la calzada. Natalia le lanzó una mirada alobada asestando trancazos, pero la niña hábilmente se arrastraba por el suelo escapándose como...

Fragmento

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martes, 29 de agosto de 2006

Hoy... eso: hoy.







A Carmen y su hija




Hay veces que a la amargura no le queda rincón para esconderse, hay veces que la impotencia te lleva a renegar del origen, de la tierra donde se nace porque otros han nacido, hay veces que te preguntas qué habría sido si de la baraja te hubieran repartido otras cartas en la partida de la vida.
Muda, quedó la lengua muda, seca con el desaliento del peor de los dramas Lorquianos, porque aunque se sea un mero número estadístico en el balance de muertos en las carreteras, en las guerras, en los atentados o catástrofes, sientes que ese código de barras tienes que arrancarlo a mordiscos cuando conoces al difunto, máxime si es familia o se le quiere.

Yo la conocía.

Una relación de vecindad de mis años jóvenes, una relación de buenos días, de cuatro palabras cruzadas en las mañanas de limpieza de portales... un pesar pensando: qué hubiera sido si la baraja hubiera repartido otras cartas.

¡Con todo lo que ha trabajado! ¡Con todo lo que ha luchado!... Son las únicas palabras que acuden a mis labios.

Añoro ser San Pedro para renegar de mi tierra porque el culpable nació en ella. ¡Qué desgracia tan grande la de los hijos! ¡Qué lástima de mi pueblo qué sale a relucir para estas cosas!

Ella se había ido a vivir con el yerno, su hija y el nieto pequeño. Las posibles desavenencias o incomodidades que esto supone en otras familias, a ellos, creo que les resultarían trivial y sin sentido. Tenían cosas más profundas y preocupantes que les unirían como a náufragos dispuestos a salir de aquel destrozo de años perdidos, porque para ella, ya todo estaba roto. Ese “en la salud y la enfermedad, en la pobreza y la riqueza, hasta que la muerte os separe” pasó a ser un ¡Basta! en la comisaría donde le ofrecieron un lugar, lejano al pueblo, para alojarse.

No creo que sea necesario- dijo -, tal vez temía por la suerte de sus hijos, o porque se sentió acogida en casa de su yerno y su hija embarazada, o quién sabe si albergaba la esperanza de que él, su marido, los dejaría tranquilos después de aquella orden de alejamiento, y ella, qué a pesar de dar a luz seis hijos nunca había dejado de trabajar en el campo o limpiando casas, qué aguantó brazos rotos, insultos, desprecios… qué sufría los golpes a los hijos como si los recibiera en sus carnes, y qué nunca había conocido cenas sin voces hasta estar en casa de su hija, ahora, ahora estaba decidida, rompería esa atadura insufrible apoyada por los suyos.

Pero aquella tarde, semanas después de la denuncia, él se encargó de que no fuese una más de un sábado de agosto. Se presentó en casa de su hija cuando el sol buscaba trasponer el horizonte. El yerno sacó al pequeño de la vivienda y a la vuelta, halló a su suegra y a su mujer asesinadas.
Entre tanto, aún con la escopeta de cañones recortados, desde otro lugar, el hombre llamaba por teléfono a los hijos diciendo “hay tenéis la herencia”

Hoy, no se si el destino está escrito en lugares inaccesibles, si después de pegarse él también un tiro sólo quería quedar como ha quedado: herido, ni si vivirá tantos años en la cárcel como para espiar tan horrendos crímenes.

Hoy, no se si las cartas se reparten con mano firme a merced del desaliento, y más que nunca no comprendo que Dios escriba derecho con renglones torcidos.

Hoy… eso: hoy.
Todo lo demás… sobra.

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miércoles, 21 de junio de 2006

EL ESCRITOR DE CUENTOS

foto creación familiar









Cerro los ojos ajenena a lo que le esperaba. Creyo presentir algo a sus espaldas. Obsesión, una obsesión desmesurada y compacta atornillaba su silencio. ¿La clave? Aquella caja de huesos descansando sobre sus hombros. Permanecía oculta, vetada, como la frescura del agua corriendo bulliciosa, aprisionada, buscando rumbo dentro del pozo. Cari se arrellanó en el asiento. Visualizaba lo que quería contar, decir, transmitir. Sabía claramente el contenido. ¡Claro que lo sabía! Imaginó su héroe: ¿indiscreto?, ¿gordito y amante del chocolate y los bombones helados?, o, por el contrario, ¿escuchimizado y callado, pero ocurrente?... Tras meditar largo rato comprendió que el físico era lo de menos, lo que cobraba importancia era que sus cualidades psicológicas interesaran a los niños a los que destinaba su trabajo y ¿qué manera más fácil de llegar a un niños que pensar en otro niño? Berrinches y preocupaciones, gusto, miedos, fanfarronerías, ilusiones y desengaños, mentiras y disimulos… sumando la idea de que cualquier cosa es posible, y los objetos cobrando vida, harían un cóctel explosivo.

“Si. Eso es” se dijo Cari mientras una explosión de verdor mezclado con remiendos de marrones terrosos caían sobre la mesa como una niebla que se filtraba por la ventana, y fijando la mirada descubrió frente a ella la libreta embadurnada con más tachaduras que letras.
Decidida arrancó la hoja. Nuevamente la amenaza resurgió desde el limbo del papel blanco, pulcro, inmaculado. Deseó hacer algo fantástico, sublime. Ahora poseía todos los comienzos, todas las letras del universo de las letras, todas las palabras de todos los diccionarios, y con la incertidumbre propia del poder casi absoluto, escribió:
“ya estoy aquí Santi, con las páginas revueltas y la cabeza dando tumbos deseando hablar contigo. Si contigo”.

Un libro infantil era el trabajo que se traía entre manos. Años atrás, cuando los hijos eran pequeños, cualquier situación era propicia para que la imaginación se desbordara en abanicos de posibilidades, pero ahora, ahora los hijos eran adultos pasando Cari a sentir el pensamiento atrofiado para la infancia; al menos eso creía. Sobre todo a la hora de utilizar el lenguaje apropiado. ¡Le traía de cabeza el lenguaje!

Para cualquiera resultaría prodigioso verla sentada en ese estado catártico, sorda ante el mundo exterior y reclinada hacia la encimera amarillenta que se extendía a lo largo de la pared a modo de mesa sin patas. Un olor a romero y tomillo remojados se dispersaba por el aire y por la cristalera se asomaron los cerros cargados de olivares y arbustos mediterráneos mirando la mesa repleta de libros, cuadernos, bolígrafos, lapiceros y toda clase de útiles en desorden. ¿Tantos instrumentos eran necesarios?, o, por el contrario, permanecían como fetiches a los que acudir engendrándole seguridad... Era su sitio, su parcela intocable. Una habitación, sin más mobiliario que la música enroscándose por las patas de la silla hasta alcanzar la encimera, la papelera, y aquella cama, situada a las espaldas de Cari, desde la que dos niños lo observaban con esa mirada envejecida propia de las personas dependientes.
La mujer miró el reloj. Le quedaban veinticinco días por delante para acabar el trabajo, y pensó que le daría tiempo sin saber que estaba acompañada.

Los chiquillos no lloraban, no hablaban, no reprochaban su abandono. Sólo observaban a Cari. Vencidos. En actitud de desamparo.

Ella se levanto del asiento con las manos en los bolsillos. Soltaba y cogía las monedas en actitud taciturna, pensando... Pero al descubrir a los niños, en ese instante, Cari cayó en un profundo sueño y soñó. Soñó con una inmensa gallina que con un pico acigüeñado, echo a rodar un plato amarillo...
fragmento
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jueves, 8 de junio de 2006

ATRACO A LA FARMACIA

foto creación familiar




Antidepresivos, paracetamol, diuréticos, ibersartan, metfmorfina, spirivi, clopidogrel, flatoril, espironolactona, fluvastatina, factun gel, nutracel, nitroglicerina, budesodina, solmetero… en definitiva: una cesta de medicamentos. Encima, el farmacéutico va y me regala un paquete de chicles juanolas, ¡casi na!. Fue un atraco a la farmacia en toda regla.
Me dirigí al coche sin dejar de pasar antes por la tienda de todo a cien (como casi todas situada enfrente de la botica) no por nada, aquellas baratijas que se exhibían a lo largo de pasillos estrechos, entre estantes que alcanzaban el techo borrachos de alpargatas, vasos, tapices, jarrones, flores emplantiscadas (envidia de los más frescos capullos) me incitaban a curiosear por curiosear. ¿Quizás por alegrarme la vista y taparme los oídos? Tal vez, porque lo que para otros sería matar el tiempo para mí significaba ganarlo, viendo cosas y gentes que me liberaban por breve tiempo de:
- Ponme las medias, niña- o, – Hay que ver cómo me he puesto de un tiempo a esta parte, por que antes… no estaba yo así, verda -
Cantinela a la que me enfrentaba desde las primeras hora de la mañana, eso sin contar el día que alguna de las abuelas amanecía pachucha, cosa de lo más natural en mujeres que rayan los ochenta y cinco.

- Abuela, traiga una cebolla.
- Que te dé una cerveza.
- Una cebolla abuela, una: CE-BO-LLA .
Y se lo deletreo así, despacio frente a frente, porque de espaldas…
- ¡Ahhhh!... Creí que querías una cerveza.

¿Ya ves? Una cerveza. Yo que ni bebo pero lucho contra el tabaco omo una endemoniada... Vamos... ¡Lo que me faltaba! Ser adicta a la cerveza cuando con ir a la farmacia termino enrolada en los todo a cien.


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domingo, 28 de mayo de 2006

Alas para Alfa

foto creación familiar


Estábamos a principios de Mayo. Habían transcurrido cuatro meses. Cuatro meses casi vacíos, cuatro meses sin penas ni glorias, sin levantar en el trabajo. Por más que se lo propusiera siempre surgía algún acontecimiento que le impedía realizar su tarea. Una tarea que en cierto modo le llenaba de satisfacción, donde se conjugaban la habilidad de las relaciones personales y el reto de las ideas sumadas a su instinto comercial. De rostro serio, aparentaba ser más alto por su excesiva delgadez. Se levantó de la cama. La luz de la mesilla iluminó su espesa cabellera negra y los ojos hundidos delataban su sufrimiento. Aunque a lo largo de la noche habló con Dolores, su esposa, seguía sin aclararse:

- ¡Ya no es una niña Cipriano! Por marzo cumplió los veinticuatro- dijo Dolores intranquila - ¿Sabes lo ilusionada que está? En el fondo la comprendo. Sólo que... no sé. ¡No quiero hacerle daño!.
- Eso es lo peor, los desengaños. – declaró el hombre- Ya ha sufrido bastante para que ahora o la decepcionemos nosotros (su familia), o la gente. ¡Hay mucha mala leche suelta por ahí!

Ella lo miró atolondrada por la voz honda que salía de su marido. Él, haciendo un ademán la acurrucó entre las ropas invitándola a quedarse en la cama. Dolores a pesar de ser una mujer muy trabajada aún conservaba la sensibilidad de sus años mozos que sólo expresaba en los momentos delicados. De vez en cuando hacía burla de su nombre y lo rechazo para su prole, pero aunque tenía la misma estatura que su marido, su cuerpo carnoso sin llegar a estar grueso la databan de mucha más presencia.
El hombre se dirigió al baño, intuyó que no sería otro día más de los que haría balance. Hoy lleno de fuerzas, anhelaba sentir la gratificante sensación del trabajo bien hecho. Aseándose, el agobio se le hizo más intenso. Las preguntas repetidas “Papá ¿por qué no me dejas estudiar. Papá ¿Toda mi vida voy a depender de vosotros? Papá ¿Déjame echar la solicitud, anda, después lo pensamos?” Papá, papá, papá... retumbaba en su cabeza como una súplica repetida de su hija Alfonsina, la primogénita, su Alfa, como él la llamaba con ternura, y que se le había clavado en el alma hasta dejarla casi vacía de otras preocupaciones. Cipriano mojó la brocha, la refregó contra la barra de jabón parsimoniosamente como si a través de aquellos dedos huesudos se le escaparan parte de los pensamientos. Sabía que había llegado el momento de tomar una decisión, una decisión sin prejuicios, con renuncias, cargada de obstáculos, pero de tal calibre para la vida de Alfonsina y de la familia que no podía dilatarla por más tiempo. El esfuerzo sería grande y a veces doloroso. Con la mirada aturdida, Cipriano se esforzaba queriendo discernir con claridad, angustiado por el afán y el temor de ver una salida. Frente a él, todo se desvanecía en aquella superficie lisa refractaria, sólo divisó, en el fondo, el reflejo de las cortinas beig colgando de las barras que tapaban la bañera, los azulejos celestes, y el water con la tapa abierta que por un momento se le figuró como la boca burlona de un payaso mofándose de su delirio.

Fragmento (1º Premio)
VIII concurso de Poesía y Narrativa Femenina ( Arahal -Svilla)
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sábado, 22 de abril de 2006

EL PRECIPICIO



El sol penetraba por la cristalera iluminando la mesa. Era consciente de que el horario no sería la varita mágica que resolviera su vida, ni la panacea de todos los problemas. Sobre el papel Tere fue dibujando cuadrículas, con los números que representaban las horas del día y los días de la semana con la ocupación anticipada. Mira las líneas del horario. Las sigue con esa otra visión que calcula y prevé llena de esperanza, aunque dándose cuenta que faltaba espacio para cumplir sus proyectos.

Aquel año fue fatigoso para ella: los clientes de la empresa, las tareas de la casa, las enfermedades de los abuelos, sacar tiempo para disfrutar con los hijos, para comunicarse con sus pareja… fue un año agotador y al mismo tiempo educativo, porque descubrió que los sentimientos no pueden programarse como el despertador que se pone en marcha y salta su silbido en la hora preestablecida. Los sentimientos irrumpen deliciosamente, como un borbolleo de agua fresca, rompiendo lo cotidiano, o violentamente como una tempestad en el océano.

Se acercaba la fecha. Los días que restaban para las vacaciones se transformaron en papelitos de listas distribuidos por toda la vivienda detallando las cosas necesarias que iban a llevarse. Las maletas y mochilas permanecían en cada habitación con sus cremalleras abiertas, dispuestas a tragarse casi todo lo que les echasen.

- Antonio, ¿vas a llevar algún libro?, tendrás que aprovechar el tiempo, a ver si sacas algunas asignaturas de las que te han quedado.
- ¡Si mamá... voy a llevar inglés! ( dijo quejumbrosamente).
- ¿Nada más que inglés? Luego se te viene el tiempo encima, y aún no has estudiado nada este verano.
- ¿No creas que voy a estar todo el tiempo estudiando?. Yo sé lo que hago. También llevaré el pajarito para soltarlo por allí.

Antonio era moreno, de hombros anchos, musculosos, con tal vigor en su cuerpo que rebosaba energía. Sus ojos tenían la percepción inquieta de la juventud, esa mirada fascinante con la que todos hemos mirado alguna vez interiorizando las vivencias, como si quisiera apoderarse de la existencia.

Casi todos los años pasaban unos días en la playa. Por las tardes había menos gente. Tere caminaba junto a Pedro justo por la orilla. Las arenas se alargaban uniformemente. El sol perdía su fuego. Un avión cruzaba a lo lejos, sobre el mar, siempre a la misma hora. Mientras, en el apartamento, los hijos se adueñaban de la ducha y salían con la piel charolada, brillante de tanta agua y tostados por el sol. Pero éstas serían unas vacaciones diferentes. Habían renunciado a la playa después de consultar con los niños, aunque como siempre, Luisa manifestó su descontento diciendo en tono enérgico a su padre:

- ¡No sé por qué tenemos que ir todos!
- ¿Qué dices…? ¿cómo que no lo sabes?
- No, no lo sé.- chillaba Luisa mientras recogía la mesa - Todos los años lo mismo. Yo no digo que no me haga ilusión la montaña, pero no puedo faltar a los cursos de informática.
- ¿No me digas?. - Dijo con cierto deje irónico Pedro - ¡Seguro que si es con las amigas no hay obstáculos!

Cuando terminó la familia de quitar los platos, aún con la panera sobre la mesa y las servilletas, Pedro trajo las revistas de viajes y se dispusieron a ver qué lugar sería el más apetecible que reuniese las condiciones de alojamiento y disfrute para todos. Por supuesto tenía que ser en un apartamento, era lo más ventajoso. Por fin se optó por las Alpujarras Granadinas, pero eso sí, el apartamento tendría que tener piscina porque, Marta decía que, unas vacaciones sin bañarse son un aburrimiento. Aunque Marta fuese la más pequeña de los hijos, se hallaba imbuida en la metamorfosis de la pubertad. De carácter sonriente, su mirada derramaba la música contagiosa de la inocencia.

Recuerdo que salieron temprano para el lugar de destino con la ilusión de ver algo distinto. Hicieron un alto en el viaje. Tras desayunar continuaron la marcha. La carretera se abría a su paso como un río de asfalto sin límites en el horizonte, después, el serpenteo hasta llegar a Granada respaldada por su sierra. Todo marchaba según lo previsto, alegres, relajados, sin temores. Comenzaron el ascenso al techo de la península. El ave revoloteaba en el coche. Los hijos se alborotaban para atraparlo. La carretera caprichosamente se volteaba escalando las estribaciones de la sierra dejando al desnudo parajes abruptos y angustiosos...



Fragmento (1º premio)
III Certamen Narrativa y Poesía femenina de Arahal (Sevilla)

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miércoles, 19 de abril de 2006

EL VIENTO SOLANO Y LA SEÑORA PACA




... Con los acontecimientos recientes, aquella tarde Cristina perdonó el paseo cotidiano con su pareja y el niño, y se quedaron en la casa.

Entrada la noche David se despertaba con asiduidad. La madre se mantenía alerta y preocupada. No era para menos, había más niños en el bloque y pensaba qué lo mismo, el que fuera, se había equivocado de puerta. Pablo intentó serenarla quitándole importancia y diciendo que podía ser incluso una broma de mal gusto de cualquiera que les tuviese manía.
Como David se movía tanto, aunque aún tuviese cuatro meses, Pablo decidió acostarlo en la cama del dormitorio de soltero, sabía por otras veces qué, más ancho, dormía profundamente.

Por la mañana, cuando Pablo se fue a trabajar, una inquietud obsesiva fue llenando el corazón de la muchacha. Todos los días Cristina aprovechando el sueño del pequeño, lo dejaba solo y bajaba por el pan a la panadería de enfrente y, de paso, cualquier día era bueno para llevarse también la fruta. Pero ahora no se atrevía a dejar solo a su hijo. Mejor esperaría a que despertase. Se dedicó a recoger los platos del desayuno y por más que intentó concentrarse en otros asuntos, la hojita de papel le corroía por dentro. Le pareció escuchar el llanto de David. Dejó de fregar. Puso atención: no se oía nada. La joven continuó con la vajilla con los pensamientos desatados. Tenía la imagen de las letras clavadas en los sesos. Buscaba una razón lógica: “¿Y si el marido realmente tiene algo más que una aventura y le quiere quitar la niña?”. No. Sería absurdo. Gerardo, en tal caso, nunca pondría en previo aviso a su mujer. Una idea cruzó su frente. Lo tenía muy claro. “No fue Gerardo el que escribió la nota, sino su amante, Toñí, pero ¿por qué?”.

El llanto del bebé se hizo más intenso en sus oídos. Cristina se secaba las manos dirigiéndose al dormitorio. Ya por el pasillo, el silencio era absoluto. Serían imaginaciones suyas. David había pasado la noche muy inquieto, mejor sería dejarle dormir. Nuevamente en la cocina secando los cubiertos, a la muchacha le dio un vuelco el corazón al recordar las palabras de su madre en el Hospital, nada más nacer David: “Hija, si alguna vez tienes un presentimiento hazle caso. No pierdes nada. Al contrario. Puedes ganar mucho. La naturaleza es sabia y no hay nada más incomprensible que el instinto de una madre”.
Cristina tiró los cubiertos. Ahora corría hacia su hijo. La habitación permanecía a oscuras con las persianas cerradas. Encendió la luz. El bebé, bregando se había echado las mantas sobre la cara sin atinar a quitarse aquel peso de la boca. Su rostro sonrosado había tomado tintes violáceos. De un tirón lo sacó de la cama. Apresuradamente abrió por completo la ventana y desesperada zarandeaba a David cerca del aire de la mañana. El niño no respondía. Lo ponía bocabajo, lo ponía bocarriba, le torteaba las espaldas, el culo... Era inútil. Su cabeza colgaba sin fuerzas y los bracitos le caían hacia abajo. Corriéndo por el pasillo en busca de un médico, de un vecino, de quien fuera, tuvo el instinto de entrar en el baño. Con lágrimas en los ojos, abrió el grifo de la ducha y le mojo la cabeza con abundante agua gritándo: “¡Vamos David!. Llora. Llora. ¡Hijo llora de una puñetera vez! Llora. ¡Llora!”...



Fragmento.

(Relato publicado mil libro de relatos cortos: Desde detrás de las Gafas)

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domingo, 19 de marzo de 2006

LAS MULETAS

foto creación familiar





Alabad el árbol que desde la
carroña sube jubiloso hacia el cielo!
Bertolt Brecht





Nada más entrar en la ciudad de Calamuche, aparece la plaza San Francisco. Cinco calles desembocan en ella y en un extremo, como reminiscencia de semblanzas de otro tiempo, el pilar donde antaño abrevaban las bestias, hoy, se lucía sin agua y cuidado con esmero.
Todo los lunes, un ir y venir de coches se arriman a la plaza que, poco a poco, se llena de voces de hombres y mujeres amontonando paquetes, bultos, cajas, rollos de tejidos, cachivaches, bártulos, lonetas, soportes metálicos..., y en menos de media hora, la plaza San Francisco, se transforma en un mercado repleto de tenderetes improvisados y con la música de fondo, del último cantante de moda, que tiene puesta el comerciante de turno encargado de vender los CD y las cintas de casete.
Dionisio Márquez vive justo en la esquina de una de las calles que daban a la plaza, concretamente la que está frente a la pileta. Su hija Avelina, de vez en cuando se asomaba por la ventana de su dormitorio desde el piso de arriba.
Cuando la gente empiezan a entrar en la plazoleta por las cinco calles, el murmullo del público y las voces de los comerciantes se entremezclan dejando en el aire esa resonancia propia de la muchedumbre.
Avelina, después de observarlas, se dirige a la puerta del ropero, la abre y se coloca frente al espejo. Sus ojos recorre la figura sobre el cristal plateado, luego se pone de canto, se toca el vientre, se gira quedando casi de espaldas, y con un gesto torcido de su cabeza, observa sus hombros, la cintura, pero al mirarse las nalgas, golpean la puerta, y se oye la voz de Dionisio Márquez preguntando
- ¿Avelina puedo pasar?
- No. - dijo ella sorprendida cerrando el espejo del ropero.
- Avelina, déjame entrar. – insistió Dionisio con aire de dominio.
- ¿Es que no puedo estar tranquila ni un momento? – refunfuñó agarrando acelerada las carpetas. Vaciándolas en la cama, desparramó los papeles y los libros. Cogió un cuaderno y varios bolígrafos. Mientras se sentaba en la mesa que había junto a la ventana reprochó - Así no hay quien pueda estudiar, papá. ¡Siempre estás detrás de mi puerta!.
Dionisio Márquez se desesperaba aunque no pretendía demostrarlo....



Fragmento

de mi libro El Cuerno del Unicornio, y publicado en la revista El Unicornio nº19

viernes, 10 de febrero de 2006

ALGO ESTÁ FALLANDO

Aquella madrugada del domingo la abuela estaba allí, sentada en la cocina de la casa grande y perdida en infinidad de preguntas. Perdida en su pequeño cuerpo fatigado y algo más que grueso. Perdida en las arrugas de su piel, en los dolores de los huesos, en la longevidad que se le amontonaba curvándole ligeramente las espaldas a modo de un macizo botín de años. Mientras, por los ventanales, lentamente la claridad se apoderaba de los rincones de la estancia. La cocina entonces, en pocos minutos, iba pasando de la negrura borrosa a un brillo casi iridiscente. Sobre el dintel de las aberturas, descendían de las barras unas cortinas dibujadas con motivos de aves silvestres. En el centro: dos mesas estilo castellano, algunas sillas de aneas y los sillones de plástico. Al fondo como presidiendo el ambiente, la chimenea inanimada repleta de cachivaches y recuerdos. Sobre las blancas paredes colgaban unos muebles pajizos, numerosas estampas religiosas ligadas con fotos familiares y tapices antiguos, que, junto a los electrodomésticos y la puerta de rejilla que tapaban la alacena, le daban a la cocina esa mezcolanza de encanto y vetustez propia de las viviendas antiguas.

El tiempo pasaba. La abuela permanecía situada en el borde del asiento junto a la mesa, inclinada hacia delante, absorta en sus rezos y meditando las palabras duras de su nieta. Viéndola así, inmóvil, sosteniéndose únicamente por las patas delanteras de la silla y con los ojos clavados en la ventana, engendraba una extraña sensación de equilibrio inestable que desafiaba la soledad de la casa.

“Tengo que sacar el pollo del congelador. – Piensa la abuela irguiéndose con torpeza – Quiero dejar el almuerzo hecho antes de ir a misa. Después se me echa el tiempo encima. No creo que Laura venga temprano. Pero se va a enterar cuando llegue. ¡Vaya si se va a enterar!. Se va a caer de culo cuando le entregue los papeles. Valiente descaro... Esta vez se ha pasado de rosca. Tengo que decírselo. Me ha dolido. Sí. Me ha dolido mucho. Yo seré una vieja, pero las cosas no se dicen de esa manera ¿Es que no puede ser algo más delicada hablando?. Aunque no puedo culparla. ¡Es tan joven!”

Cuando abrió el frigorífico, la anciana no pudo evitar un gesto de disgusto. Se pasó las manos por el delantal hasta calentarlas:

“ Otra vez el agua. ¡Estoy harta de tanta agua! En esto lleva razón mi nieta, pero seguro que no tiene arreglo”. – Cogió perezosamente el trapo de dentro de la nevera y lo estrujó en el fregadero afirmando en voz alta: - ¡Un día de éstos me quedo tiesa!.




Fragmento

1º Premio
VII Certamen Narrativa y poesía femenina Arahal (Sevilla)

1º Premio
IV Concurso Relato Corto Asociación Amor y Vida Santiponce (Sevilla)

jueves, 22 de diciembre de 2005

CARTA A FELIPE

El pesimista se queja del viento,
el optimista espera que cqambie
el realista ajusta las velas.
Popular.




En Xxxxxx, a 26 de Enero de 2003.


Mi querido Felipe:
Realmente no sé por qué me atrevo a decirte querido. Estoy confundida. Aunque te amaba con toda mi alma, tengo miedo, mucho miedo. Miedo a que esta carta caiga en tus manos, miedo a que vengas a verme al hospital, miedo a volver a casa y que la tormenta de tu furia se estrelle sobre mi destruyendo lo poco que me queda. Ya no tengo nada que ofrecerte, nada que darle a nuestro hijo Rubén, nada por lo que seguir viviendo. Felipe, te quiero y he perdido nuestro hijo. El hijo al que me agarraba como el náufrago se sujeta a la tabla, desesperado, dispuesto a salvarse en medio de la tempestad en el océano. Sí, hemos perdido al bebé. En el fondo me sentí aliviada cuando la enfermera me dijo que era una niña. Y digo aliviada, porque pensé que había sido lo mejor (morir antes de nacer), así, no tendrá que pasar por lo que yo estoy pasando. ¡Nunca creí que el amor fuese tan duro!.

Creo que no he sido de esas mujeres que fantaseaban con que el amor era como en los cuentos de hadas, sin embargo, esperaba que pudiese darme alguna felicidad el compartir la vida contigo. Pero me equivoqué. A tu lado sólo he tenido amargura y sufrimientos. ¡Ya no tengo valor para soportar tus porrazos!.

Al principio suponía que todo era culpa de la falta de tiempo, que si tuviésemos unos minutos al día para encontrarnos con nosotros mismos, para reflexionar juntos e irnos creando como las personas que queríamos ser, nos habríamos dado cuenta que el uso de la fuerza nos conducía a un pozo del que difícilmente podríamos salir. Sabía, llena de esperanza, que aún estábamos a tiempo y que nunca era tarde para nosotros, para salvarnos de este infierno en el que se había convertido nuestras vidas. Porque todos somos violentos en potencia, y ese sentimiento de culpabilidad que nos embargaba después de tus momentos de iras, provocando nuestro arrepentimiento, era el mejor camino para atarnos a la cuerda que nos ayudaría a salir del pozo, o por el contrario, era el momento que nos llevaría a la perdición, hundiéndonos cada vez más en la oscuridad. Sentía que si dejábamos el orgullo a un lado y nos aferrábamos con fuerzas a esa cuerda, reconociendo que en el brocal del pozo había alguien que nos guiaría para salir, la victoria, tarde o temprano, sería nuestra. Pero si pretendíamos subir solos, nos quedaríamos indefinidamente en el fondo, ahogándonos entre las aguas sombrías. Nunca me atreví a compartir estos pensamientos contigo. Acuérdate Felipe, que cuando te decía que debíamos de buscar ayuda, te irritabas, contestándome a gritos que me estaba volviendo loca, que había cambiado mucho y que ibas a curarme, por las buenas o por las malas.

Después, con el paso de los años, empecé a pensar que a lo mejor llevabas razón y me estaba desquiciando, que la culpa de todo lo que pasaba era mía, y que tú, Felipe, tan solo lo hacías por mi bien, para que yo cambiara. No te merecía. Era una inútil incapaz de hacer nada por mi misma. Ya bastante desgracia tenías con tener que mantener y aguantar a la estúpida de tu mujer, para que ahora, te viniera con el cuento de que me asustabas cuando golpeabas la mesa, arrojando contra la pared todo lo que encontrabas a tu paso, a medida que te acercabas a mí. En realidad, era yo la ignorante que te provocaba...




Fragmento

Finalista
Nerjamujer, Certamen año 2002 Carta a un maltratador Nerja (Málaga)

Accésit
V Certamen Literario Memorial Rosario Martin. -Marchena (Sevilla)

HOMENAJE PÓSTUMO

EL FURTIVO RINCÓN DEL PENSAMIENTO

De nuevo las imágenes se iban agolpando en algún furtivo rincón del pensamiento. ¡Parece inaudito que quepan tantas imágenes en la cabeza!. Estaban vivas, palpables. Y allí estaba él, mi padre, dibujándose en mis percepciones y cargando de luz, de movimientos, de olores, de sonidos, la oscuridad de la noche. Era como si volviese de un largo viaje. ¿O más bien venía del pasado al presente con su cuerpo etéreo, intangible, repitiendo tiempos vividos, coloreando las sombras y el silencio?.

Y es que, cuando vamos pasando por el tiempo, ocupamos un lugar en el espacio y, el espacio se abre a nuestro paso y, nos va tragando y tragando en una aventura sin retorno.

Con frecuencia he oído decir a los mayores que las personas vamos escribiendo con nuestros actos el libro blanco de la vida. Pero ahora, después de haber vivido lo que he vivido, se me antoja que no es del todo correcto sino que, más bien, el entorno, los sucesos ajenos y lo que hacemos, se va transcribiendo en nosotros como una enorme mano que escribe en el pergamino del cerebro. Unas veces enlazando signos, otras, echando con ruido por la boca del bolígrafo borrones y garabatos como gases de un inmenso estómago. Pero siempre, grabando en nuestro espíritu caligrafías de sangre y fuego.

Oí murmullos que brotaban por toda la casa. Un soplo ligero pasó por el cuarto. Hice un gesto extraño...




Fragmento.



Publicado en:
revista EL UNICORNIO,
y en mi libro DESDE DETRÁS DE LAS GAFAS.

Jacobo y el destino juguetón

El día amanecía más que complicado, no porque tuviera que irse de vacaciones, ni por haber quedado con su novia, o deseara ir a la playa a darse un baño, sino porque ese día era el último para presentar la matrícula del proyecto fin de carrera y aún le quedaba terminar de corregir, imprimir el texto y pasar por la copistería, donde el comerciante, le había prometido encuadernárselo todo junto con los planos, que ya estarían plotteados. Sin fuerzas, y con los ojos cansados, las líneas de la pantalla del ordenador se le hacían borrosas y confusas. Los ojos se le cerraban. Podía tirar por tierra tantos días de trabajo y eso sería imperdonable. Por un instante recordó las palabras de su padre: “Hijo, no se como te las apañas, pero todo lo dejas para última hora. ¡Cualquier día te quedas colgao!”. Aunque la bombilla aún estaba encendida, por la ventana, la luz de la mañana se extendía clareando el ambiente. El aire se hacía irrespirable, propio de una noche inménsamente larga, de gases, de cafés, de pensamientos agitados, de tufo a calcetines sudados. Apoyó la cabeza sobre la mesa. La barahúnda de folios, carpetas, apuntes y libros de consultas se esparcían sobre la cama. Tenía poco tiempo pero necesitaba descansar. Sólo sería un instante. Dormir un corto espacio de tiempo y luego continuar. Desde muy lejos le pareció escuchar el timbre de la puerta. Soñaba. Luego los timbrazos se hicieron insistente.

- ¡Ya va!
- ¿Jacobo Cortés? – dijo el policía municipal muy estirado e impecablemente vestido.
- Sí
- ¿Es suyo el SEAT Ibiza matrícula SE-7798-BZ?

Con el rostro descompuesto Jacobo le miraba perplejo. Se encontraba cansado. ¿A qué venía esa pregunta a las nueve de la mañana?. Por unos segundos tomó conciencia del desaliño de su cuerpo, del vello sin afeitar, de las calzonas, de los deportes... le pareció embarazoso y pretendió enmendarlo pasándose las manos por la cabeza en ademán de ordenarse aquellos pelos que no se le aplastaban como no fuese con agua o gomina

- ¿Por qué?
- ¿Le pregunto si es suyo el SEAT Ibiza matrícula SE-7798-BZ?
- Sí,bueno... de mis padres. ¿Qué le pasa al coche?
- ¿Estuvo usted anoche en el paseo marítimo a las dos de la madrugada?
- Estaba cansado y fui a...
- No me interesa por lo que estuvo – interrumpió el policía municipal en tono de impaciencia y, extendiendo la mano, le entregó un sobre diciendo – Tenga. Es una citación judicial. Firme aquí.
- ¿Una citación judicial? – Aturdido, Jacobo continuó - ¿De qué se trata?
- Usted firme. ¡Vamos! Que tengo prisa.



Fragmento




Publicado en:
La revista literaria El Unicornio
y en mi libro Desde detrás de las gafas.

Bassiri Sayed


Permítanme que me presente, soy el más grande de los desiertos de la tierra. Una ancha franja en el norte de África con más de 9 millones de kilómetros cuadrados. Me extiendo desde la cordillera del Atlas al norte hasta Sudám al Sur, y desde Egipto hasta el Atlántico. Un inmenso mar reseco de olas arenosas y llanuras pedregosas desplegándose insaciables hacia los confines de la tierra; soy “El Sahara”.
Pasan muchos años sin que me caiga una gota de lluvia. Podéis explorarme a lo largo de miles de kilómetros acompañados por un profundo silencio y sin que la mirada tropiece con nada que se parezca a un árbol. Me siento orgulloso, porque doy honra a mi nombre, me llaman comúnmente El Gran Desierto. Un vacío casi absoluto. Sólo el sol, como una masa de fulgor incandescente que se dilata apretándose contra mis arenas y mis geñas queriendo preñarme de su fuego.

Pero las noches... ¡Ah las noches!... Nunca veréis tantas estrellas juntas en el cielo. Frías, tililantes... parecen que brotan infinitas como gotitas de hielo.

De vez en cuando, como surgido de la desesperación y el sueño de los hombres, hago emerger de mis arenales un “Oasis”, una ilusión esperanzadora de agua y de palmeras datileras.

Yo poseo los cambios más bruscos de temperatura de toda la tierra, lo mismo escupo 70º que a las pocas horas me pongo de rebajas y dejo a mis habitantes en 10º; claro que las noches me gusta que la pasen bajo 0º.

Mis elevados macizos nacen en los desiertos arábigos a lo largo del Mar Rojo, y alcanzo el clímax absoluto en la cima de Emi Koussi, a 3.415 m. de altura.
Soy tan inmenso que poseo el privilegio de tener tres clases de desiertos: El reg (que en el Sahara oriental me llaman “serir”), o desierto de guijarros, la hammada, o desierto de rocas, y el erg, o desierto de arenas.

De los tres, la hammada es el desierto más feroz y más temido por los hombres, porque no solo soy rocas compactas que forma una extensión que se pierde hacia el abismo, sino que además no tengo humus, porque al faltarme la preciada lluvia, acaba por desaparecer toda señal de vida, en fin, no tengo sustancias orgánicas, ni puedo tener mantillo, porque solo acojo en mi seno arenas, arenas que continuamente se agitan removidas por el viento y el siroco.

Pues bien, Bassiri Sayed, nació en mi desierto más temido, en la hammada de Tindouf.

Allí, bajo el sol implacable y tierras infernales se levantan, como nacidas de mis entrañas, una insólita espesura de lonetas y de adobe, un ejército guerreando contra la luz tórrida y las tormentas de arenas. Son los campamentos de refugiados saharauis, las wilayas de El Aaiun, Smara, Dajla y Auserd, renombradas en memoria a las ciudades más importantes del Sahara Occidental y de las que fueron expulsados hace más de veinticinco años. Las wilayas se organizan en dairas, y cada una de las dairas están formadas por cuatro barrios.

Bassiri Sayed no conoció a su abuelo materno, murió bajo las bomba de napalm y fósforo blanco en 1975 mientras huía despavorido junto con la población civil del Sahara Occidental. A partir de entonces, los saharauis viven dispersos entre los países vecinos. En cambio, la madre de Bassiri Sayed, con gran parte de su pueblo, se asentó en mi desértica región de Tindouf acogidos por Argelia. Allí conoció a su marido, y ahora su sexto hijo, el más pequeño, Bassiri Sayed, está muy nervioso porque le han sugerido ir de viaje a España.

Mis mujeres saharauis están muy preparadas. Ellas son las encargadas de la vida social y económica de los campamentos rescatando así la tradición ancestral de la sociedad nómada.

Se organizan en comités que trabajan en las escasa huertas y las granjas, en la sanidad, la educación, en la distribución del gas, de las tiendas de campañas, de los víveres, e incluso si son alimentos desconocidos las mujeres informan de su preparación y sus cualidades nutritivas, dan servicio a los ancianos y minusválidos, intervienen junto a el khadi y un grupo de hombres en los asuntos judiciales... La madre de Bassiri Sayed, como todas la mujeres, participa activamente en estas organizaciones, mientras su hombre, como todos los hombres del campamento, está movilizado en la zona liberada reclamando las tierras que les pertenecen.

El chiquillo sueña con la vuelta de los hombres y de su padre, porque en esos días, en las frías y transparentes noches del desierto y desde y, mientras las cabras se alimentan del único pasto existente en la zona (plásticos, trapos y cartones), los campamentos, con sus fogatas encendidas y rodeadas del gentío parecen que le sacan jugos a la nada.

Y Bassiri Sayed, en esas noches, descubre la memoria de la tierra de origen de sus padres, otras formas de vida referidas por los labios de los hombres y paraísos de aguas y de frutos inimaginables.

Pero él no ha conocido otra tierra que las rocas de la hammada y las arenas, ni ha conocido más de una comida al día y muchas tomas de té para engañar el hambre, ni más agua que la que les facilita Argelia en camiones cisterna. Un agua estancada y oscura que se almacena en bidones, de la que cada familia, con un tubito coge la ración que les pertenece y sacan para las huertas. Y no porque Argelia no quiera ayudarles, sino porque a esa distancia, yo, “El Gran Desierto”, no puedo consentir que se mancille mi nombre y mi obligación es: hacer de la vida un desierto en el corazón de los hombres.

Bassiri Sayed ha regresado de España. Mi viento removía las lonas, mi sol perverso le cristalizaba la sangre a modo de arenas, y sus ojos encendidos como carbones del desierto se clavaban en las tiendas de campaña y las piedras de la hammada.

Bassiri Sayed ahora sueña con el río Guadalquivir y las fuentes de Sevilla, con el gazpacho de Arahal y las frutas andaluzas, con una buena sombra y las noches de la Alambra.

Hoy a la madre de Bassiri el té le ha salido perfecto. El muchacho, sentado en el suelo, tomó el primero, amargo como la vida. Luego el segundo, dulce como el amor. Pero al tomar el tercero, que estaba suave como la muerte... ¡Ay, al tomar el tercero!... me he sentido celoso, porque yo, el Sahara, he descubierto que en los ojos de Bassiri ahora hay algo más que desierto


Publicado:
Revista literaria El Unicornio
y en mi libro Desde detrás de las gafas