domingo, 21 de octubre de 2007

Gloria Torres “La Ventolera” (2ª parte y final)

foto creación familiar



La mujer daba tumbos maldiciendo su mala puntería, con las venas hinchadas se aferraba al palo que azotaba como una prolongación de omnipotencia. La gitana más niña tropezó y cayó de bruces en la calzada. Natalia lanzó una mirada alobada asestando trancazos, pero la niña hábilmente se arrastraba por el suelo escapándosele como agua entre las manos. A sus espaldas, la caterva de chiquillos brincando la abucheaban. Ella se revolvió con el brazo en alto y los ojos crispados. Se hizo el silencio. Pasó un viento lóbrego, las bombillas se encendieron entristecidas y, alargando el paso hacia la acera, la mujer apretó el palo rabioso y golpeó y golpeó el rostro de Gloria.


Por el semblante de sus colegas adiviné que nadie podía tocar a Gloria Torres. Era como un secreto, un conjuro íntimo, profundo, una sabiduría instintiva de animal que presiente los terremotos sin que se lo hayan enseñado, como si de siempre supieran que Gloria Torres era sagrada. Sin decirse nada, sin que nadie se los ordenase. Al menos, eso creí ver en aquellas adolescentes que se rebelaban contra todo aquel que osara golpear a La Ventolera.


Poco después, las adolescentes aparecieron nuevamente, pero esta vez acompañadas de dos niños algo más pequeños que ellas. Todos pertrechos de troncos y piedras reclamaban revancha. Los vecinos salimos de las casas, unos a curiosear, otras acusándolas de putas que les echaban a perder los maridos, y los menos intentando mediar. Como el vecindario se revolvía, la más desarrollada, airada se echó la enagua a la cabeza:



- ¡Digo!.... Para eso tengo mi coño nuevo.
- ¡Envidia! - Gritó otra.


Gloria no estaba. Los palos se alzaban amenazantes, los insultos aumentaron, alguien sugirió llamar a la policía, y el grupo de adolescente huyó apiñado aunque de vez en cuando, alguna de ellas volvía la cara a comprobar que nadie los seguía.


No sabía si me enfrentaba a una explosión de racismo o a la disputa animalesca por la defensa del territorio. Aunque lo que era indudable es que, al margen de las preocupaciones por el paro o la violencia de genero, habíamos olvidado los años en que el frío y las ansias azotaban nuestros estómagos, las ilusiones de la infancia, la ansiedad del conocimiento, y el hambre de justicia y libertad de los tiempos juveniles. No cabía duda que aquello era algo más profundo. Yo mismo no supe responder al discurso de Natalia que ante los reproches, retorciendo la boca se defendía con arrojo:



- Y, ¿qué?... ¿Es que ustedes sois dioses? ¡Todos sois unos farsantes!– y yéndose gruñía arrastrando el palo - ¿No lo digo yo?... Hipócritas…


Con la llegada de los fríos las familias gitanas desaparecieron como aves migratorias para volver a reaparecer en el verano. Todos fuimos testigos del crecimiento de las chiquillas y demasiado pronto para su edad, a más de una las vimos embarazada, pero inútilmente intenté seguir el rastro de Gloria Torres “La Ventolera”, que desde aquella noche del incidente, desapareció dejando una estela misteriosa hasta el día de su muerte.


Fue el 12 de enero de éste año. Lo sé porque comíamos gachas como todos los días de San Arcadio, quizás por añoranza de la infancia o porque al estar lejos, recordamos los orígenes. Esa noche los golpes suaves en la puerta nos sorprendieron. Los novios de mis hijas estaban en casa y no quedaba nadie por llegar. Soltando la cuchara en el plato miré a mi mujer levantándome del asiento:



- ¡Déjalo! Ya voy yo.


Al abrir la puerta sentí el frío de aquellos pies descalzos, desparramados en la acera. El estado de la joven era lamentable y los andrajos no podían ocultar que daría a luz de un día a otro. Me habló desde el umbral. Tuve que acercarme porque el hilo de su voz no me llegaba:



- ¿Qué dices?
- Que me de algo... No he comido nada. ¡Algo que me caliente!


Tendría unos veinte años. Poseía esa tristeza que enflaquece el rostro y vuelve la mirada pálida, marchita… casi no la reconocí. Tiritaba. Una cicatriz honda atravesaba sus labios y parte de la mejilla. Mi mujer le dio una manta y yo acallé mi conciencia ofreciéndole una buena ración de gachas Viéndola de ir, sus cabellos dorados se estremecieron con el relente y no quise creer que, la que se alejaba bajo las estrellas que rechinaban como granizos era Gloria Torres “La Ventolera”.


Esa fue la última vez que la vi, porque a la mañana siguiente, muy temprano, el vecino que tiene el corralón detrás del campo de fútbol, donde guarda los aperos de labraza, al llegar por el tractor, descubrió a la muchacha muerta y con la ropa pegada al pellejo calcinado. Brutalmente se habían ensañado y me dijo que, desde algo más allá, le llegó el tufo de los restos de la choza que aún humeaban carbonizados.




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