lunes, 9 de enero de 2006

LA TIERRA PROMETIDA



El gruñido de la ambulancia lamió el silencio y los destellos luminosos se reflejaron en la noche. Un halo ignorante le envolvía como un limbo inerte, erguido de hambre y amargura. Había escuchado decir que cuando las imágenes de la vida se asomaban a la cabeza, era porque había llegado la hora, y que todos los que volvían cambiaban sus valores; pero el niño no vio las imágenes en su mente, ni oyó la voz del médico que lo llamaba, ni sintió los golpes contra su pecho intentando reavivarle. Era un puñado de carne negra sobre la pulcra camilla ensangrentada, lleno de tubos, aparatos, y aquella máscara destinada a dar oxígeno apretándose contra sus rasgos africanos.
Diez días hubieran sido suficiente para cruzar las arenas que separan el Ahaiún de Tarfalla, pero las piernas desnudas e insignificantes del muchacho necesitaron quince, luego, el infierno: seiscientos kilómetros hasta llegar a la frontera de Melilla.
El habitáculo se zarandeaba entre los baches del camino. Un cierto olor a formol se mezclaba con ese ambiente corrompido que desprenden los cuerpos moribundos, y la luz blancuzca del techo dejó al descubierto las fracturas del niño y los pies pustulosos, rezumando ese líquido rojizo que impregnan las sábanas de impotencia.
Atrás quedó la patera. Hubiera querido respirar la libertad a este lado de la alambrada, pero su casta le seguía como una fiera en celo que impide a sus cachorros apartarse de la piara.
Desde el confín de las dunas, la madre recordó el día elegido por su hijo para adentrarse en la tierra prometida, el día de su doceavo cumpleaños, el primer día del noveno mes del calendario lunar dedicado al ayuno y la abstinencia; luego el mar, ese dragón desterrado que engullía impunemente los hijos de la arenas para regurgitarlos como despojos de un inmenso estómago. La mujer, temerosa, se asomó a las tinieblas. La blancura de sus órbitas brillaron esperanzadas, sin saber que, los dioses blancos de este lado del muro espinoso, habían decidido que aquel era el día en el que su hijo, sería apaleado y masacrado, hasta guardar ayuno y abstinencia por toda la eternidad.

EL CUERNO DEL UNICORNIO (mi libro de relatos cortos)

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