lunes, 9 de enero de 2006

LA CRUCIFICCIÓN DEL JOROBADO PINTOR

A Quijadita.


Había comenzado a dibujar los primeros trazos de un mar inmenso antes de apurar el culo de la botella. Después lo abandonó todo, a sabiendas de que sus manos temblorosas quedaban sobre el lienzo.
Se sentó en la silla de aneas rotas mirando las alpargatas de esparto, con la botella vacía entre las manos y ese sopor turbio que mezcla lo real y lo ficticio.
La noche vagabundeaba bajo luces ennegrecidas y tiritones, y desde el rincón del tugurio subía el efluvio tiznoso del cisco quemado. Un emparrado de tarros con pinceles, tubos de óleos, láminas, lienzos, bocetos… enredaban la mirada.
Miró el reloj: las tres de la madrugada.
Si fueran las seis podría ser la hora de levantarse, o la una, la hora de acostarse; pero no. Eran las tres de la madrugada. La hora en que todos los fantasmas aparecían como irritantes pesadillas persecutorias.
Los lienzos se apagaron.
Arribó merodeando por el cuchitril Ana, la mujer del carbonero, que le refregó la papeleta de iguales por el lomo; y Paco el sordo “Es para quitarle el polvo” decía, después de haberle robado por detrás la esencia de su inmortalidad, trasteando con el décimo de lotería por encima de aquel saliente desgajado, que la naturaleza o el destino, a bien o mal, perversamente había construido en las espaldas del pintor.
Una sinfonía de niños encorvados con la cabeza torcida y el hombro izquierdo levantado, hasta casi tocar la oreja, deambulaban céfiros brocheando pullas y sarcasmos, mientras el aire atrementidado llegó sin previo aviso.
Miró el reloj: las seis de la madrugada, la hora de levantarse.
Las olas golpeaban furiosas contra las aristas de lienzo.
El agua encarcelada en el cuadro amenazaba con salirse.
Y Ana, la mujer del carbonero, junto con Paco el sordo y los niños encorvados, clavaron al jorobado a la pintura a modo de muralla.
No podían permitir que un lisiado, tuviera de desfachatez de burlarse de sus sentimientos.

EL CUERNO DEL UNICORNIO (mi libro de relatos cortos9

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