viernes, 17 de febrero de 2006

LAS HOJAS DEL MIEDO


Nunca conoció a su padre, sus ojos negros restallaban expresivamente amargos. Hija de un destino de piel pajiza que se encargó de romper, violentamente, la herencia genética de sus antepasados, y por la que su madre, no tuvo que forcejear sólo contra la humillación y la burla de sentirse una piltrafa, bajo el peso de los cuerpos de aquellos hombres iracundos, uno tras otro, como si de un ritual diabólico y ávidos de lujuria nauseabunda se tratara, sino que para más INRI, soportó el repudio y la expulsión del poblado el mismo día del nacimiento de su hija, viviendo las dos con pudor en medio de la selva. Y auque Ainsa quedó maldecida y creció renegando y odiando su nacimiento, con el paso de los años, albergó la esperanza de que su piel esclarecida y sus rasgos afinados le sirvieran de pasaporte para llenar su estómago, cosa que otras mujeres de su raza hubieran deseado en estos áridos momentos, y de paso, ejecutaría la rumiada venganza que aparecía ante ella, con ese sabor agridulce de las decisiones oscuras e inquebrantable. Trabajaría en fábricas o limpiando escaleras. Había oído decir que el poblado del hombre blanco estaba repleto de escaleras. Luego cuando menos se lo esperaran, entraría en sus chozas sigilosamente y les cortaría el gañote, uno por uno, hasta dejar al poblado sin machos, sobre todo los viejos, que aunque en la tribu de Ainsa representaban la sabiduría y se le otorgaba un profundo respeto, a ella no le importaba infringir aquella ley, porque varios de aquellos viejos de ahora, antes fueron culpables de la deshonra de su madre sin recibir castigo. Sólo tenía que buscarse un aliado, un traidor de su raza, una de esas personas sin escrúpulos que por cuatro monedas o un puñado de víveres negociaban con el mengue blanco. Hombres que merodeaban a hurtadillas por la zona, compradores de niños y jovencistas a cambio de futuros suntuosos y libertades. Lo que Ainsa no sabía es que, los que de allí salían, serían llevados con artimañas a tierras desconocidas para divertimento de señores anhelosos de desflorar vírgenes. Futuro de los más afortunados, porque los señores a los que la entregaron, los entusiasmados con vivencias fuertes, los deseosos de transgredir lo humanamente permitido por el sufrimiento, esos, esos no sólo desvirgan a todo ser viviente sin un ápice de remordimientos, sino que por desgracia, Ainsa pudo comprobar que aquellas mentes endiabladas los llevaban a presenciar, promover, o ejecutar, las vejaciones más cruentas y repulsivas que ningún ser humano sea capaz de soportar, y que ningún animal se atrevería ha hacer a sus congéneres. En su presencia sodomizaron a niños, seccionaron órganos, y amputaron partes del cuerpo a otras compañeras, llevándoles incluso a esa agonía lenta antes de la muerte. Las hojas del miedo brotaron cuando le llegó el turno a Ainsa, obligando a los secuaces a emprender una persecución maquiavélica, hasta que ella cayó rendida a los pies del pagador, siendo sodomizada y estrangulada simultáneamente mientras el socio se encargó de grabar la escena, que luego sería comprada (por cuantiosos billetes) por el depravado de turno para despertar su excitación. Todo un ritual oculto que en ninguna de las fantasías, por muy descabelladas que fueren, cualquier ser digno se atrevería a imaginar desde el lado más oscuro de su mente sin romper con su equilibrio emocional. Y Ainsa desde entonces, por el objetivo de la cámara se asoma una y otra vez con el miedo atrapado en las pupila esperando que vengan a liberarla.



Sacado de mi libro: El Cuerno del Unicornio

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