miércoles, 19 de abril de 2006

EL VIENTO SOLANO Y LA SEÑORA PACA




... Con los acontecimientos recientes, aquella tarde Cristina perdonó el paseo cotidiano con su pareja y el niño, y se quedaron en la casa.

Entrada la noche David se despertaba con asiduidad. La madre se mantenía alerta y preocupada. No era para menos, había más niños en el bloque y pensaba qué lo mismo, el que fuera, se había equivocado de puerta. Pablo intentó serenarla quitándole importancia y diciendo que podía ser incluso una broma de mal gusto de cualquiera que les tuviese manía.
Como David se movía tanto, aunque aún tuviese cuatro meses, Pablo decidió acostarlo en la cama del dormitorio de soltero, sabía por otras veces qué, más ancho, dormía profundamente.

Por la mañana, cuando Pablo se fue a trabajar, una inquietud obsesiva fue llenando el corazón de la muchacha. Todos los días Cristina aprovechando el sueño del pequeño, lo dejaba solo y bajaba por el pan a la panadería de enfrente y, de paso, cualquier día era bueno para llevarse también la fruta. Pero ahora no se atrevía a dejar solo a su hijo. Mejor esperaría a que despertase. Se dedicó a recoger los platos del desayuno y por más que intentó concentrarse en otros asuntos, la hojita de papel le corroía por dentro. Le pareció escuchar el llanto de David. Dejó de fregar. Puso atención: no se oía nada. La joven continuó con la vajilla con los pensamientos desatados. Tenía la imagen de las letras clavadas en los sesos. Buscaba una razón lógica: “¿Y si el marido realmente tiene algo más que una aventura y le quiere quitar la niña?”. No. Sería absurdo. Gerardo, en tal caso, nunca pondría en previo aviso a su mujer. Una idea cruzó su frente. Lo tenía muy claro. “No fue Gerardo el que escribió la nota, sino su amante, Toñí, pero ¿por qué?”.

El llanto del bebé se hizo más intenso en sus oídos. Cristina se secaba las manos dirigiéndose al dormitorio. Ya por el pasillo, el silencio era absoluto. Serían imaginaciones suyas. David había pasado la noche muy inquieto, mejor sería dejarle dormir. Nuevamente en la cocina secando los cubiertos, a la muchacha le dio un vuelco el corazón al recordar las palabras de su madre en el Hospital, nada más nacer David: “Hija, si alguna vez tienes un presentimiento hazle caso. No pierdes nada. Al contrario. Puedes ganar mucho. La naturaleza es sabia y no hay nada más incomprensible que el instinto de una madre”.
Cristina tiró los cubiertos. Ahora corría hacia su hijo. La habitación permanecía a oscuras con las persianas cerradas. Encendió la luz. El bebé, bregando se había echado las mantas sobre la cara sin atinar a quitarse aquel peso de la boca. Su rostro sonrosado había tomado tintes violáceos. De un tirón lo sacó de la cama. Apresuradamente abrió por completo la ventana y desesperada zarandeaba a David cerca del aire de la mañana. El niño no respondía. Lo ponía bocabajo, lo ponía bocarriba, le torteaba las espaldas, el culo... Era inútil. Su cabeza colgaba sin fuerzas y los bracitos le caían hacia abajo. Corriéndo por el pasillo en busca de un médico, de un vecino, de quien fuera, tuvo el instinto de entrar en el baño. Con lágrimas en los ojos, abrió el grifo de la ducha y le mojo la cabeza con abundante agua gritándo: “¡Vamos David!. Llora. Llora. ¡Hijo llora de una puñetera vez! Llora. ¡Llora!”...



Fragmento.

(Relato publicado mil libro de relatos cortos: Desde detrás de las Gafas)

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