martes, 3 de febrero de 2009

Pasteles


A sus espaldas una sombra y al frente el reloj marcando un tiempo de los más inquietante, difícilmente podía pensar, el pastel asomaba a su mente con aire nauseabundo. Maldita estrágala que le estaba dejado mutilado los remos como un puerco engordado listo para ser descuartizado.
Un rayo de sol se dejo caer por la ventana estrellándose contra el sillón vacío de la esquina. Prendas, zapatos, pantalones, se extendían por el suelo a lo largo del salón, y él, en calzoncillos y con el torso desnudo, volvió a arrimar el cubo en un espasmo tembloroso regurgitando hasta las entrañas. Pálido y sudoroso se tiró hacia atrás en el sofá mirando el techo. Todo le daba vueltas vaciado de pensamientos que no fueran sus miembros que ya casi ni los sentía. ¿Cómo estaba solo? ¿Dónde su mujer? Y como una luciérnaga agonizante rememoró sus risas, sus dientes blancos saliendo de los labios, sus arrumacos acercándole el dulce, aquel pastel distinto a los de los demás invitados y que expresamente había cocinado para él.

Fue en la cocina, el corazón le brincó de gozo y la achuchó contra el frigorífico, él metió la mano por debajo de su falda proponiéndole compartirlo. Pero ella tenía la excusa perfecta ¡Sabes que me engordan!, le dijo, para terminar volviéndole loco, mordiendo su oreja, con aquel, “Prefiero comerte a ti, cariño”. Y ahora estaba allí sin comprender nada o comprendiéndolo todo.
Largo tiempo quedó absorto intentando pensar, pero su espíritu terminó perdiendose en la lámpara del techo.


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1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno. Te felicito.