martes, 16 de noviembre de 2010

Algo está fallando (4)



Las palabras de la abuela se repetían una y otra vez como si de un conjuro se tratara, y, mientras ponía en rebumba a todos los santos del cielo, el anciano iba quedando impregnado de esa pez pegajosa que comenzó a exhalar efluvios penetrantes a resina de pino.
- ¿Qué me estas poniendo María?. – preguntó el hombre desconcertado.
- Lo de siempre, Paquito. Lo de siempre. (El señor tu medicina. Tu médico San José...)¡Ya verás como te mejoras!. (Señor curármelo entre los tres).

Aquello no había manera de disolverlo. Cuando la crema rozaba las carnes enclenques del viejo, en vez de una película uniforme, aparecían trozos de una lámina reseca, transparente. Más tarde, la capa se grieteaba.
La anciana sorprendida porque la gelatina no se deslizaba, titubeó unos segundos, por fin pensó: “A éste lo curo yo. ¡Vaya si lo curo!.” Y con un gesto decidido, cogió el tubo de pegamento y se lo puso directamente sobre el costado, regocijándose de lo buena curandera que era. Luego, achuchó con fuerzas el recipiente dejándole un soberbio pegote de ese potingue gomoso. Las pequeñas manos embadurnadas, con los temblores propios de la edad, se esforzaban por extenderlo rápidamente. Se lo había tomado como algo personal y tenía que ganar la batalla. Pero era inútil. Más que ungir el cuerpo de su hombre, parecía obstinada en repellarlo. El olor a resina era cada vez más intenso.
Al abuelo, boquiabierto y con los pelos de punta, ya no le preocupaban los dolores. Estaba molido de tantas fletaciones. Una risita nerviosa apareció en sus ojos cuando poco a poco iba sintiendo la piel tiesa, y pensó: “¡No, si verás! ¿A que es capaz de quitarme las arrugas?.” Después bajó la cabeza intentando verse. Fue en vano. El ojo muy abierto le centelleaba entre la incredulidad y el enojo:
- Pero... ¿Qué haces María?... ¡ porque ya no siento ni mis carnes!. El pellejo se me está poniendo de una manera, que parece cartón.
Rascándose con las uñas y quitándose trozos de aquella cosa, lívido y fuera de sí se la enseñaba a su mujer:
- Mira María ¿Qué es esto? ¿Dime tú lo que es?... Fíjate bien. ¡Pero, si me estoy haciendo jirones!
Y abriendo los brazos se tiró hacia atrás de la silla, exclamando:
- ¡Ay María! ¡Que me has matao!.
- No digas eso Paquito. ¡Por Dios, no digas eso!
Contestó María mientras cogía con la otra mano las gafas y repetía para sus adentro: “¡Qué inútil! ¿Por qué no me he fijado en la fecha de caducidad? Cualquier día lo enveneno. Pero claro, eso sólo le pasa a una vieja. Los jóvenes tienen otras ideas”.
Miró el tubo a través de las gafas. Cuando leyó el nombre del supuesto medicamento, se le cayeron los palos del sombrajo:
“¡Ay Dios mío! ¿Pero qué he hecho?” Muy pálida, comenzó a agitarse por la cocina “¿Cómo he podido confundirme?” (se preguntaba la anciana observando de vez en cuando a su marido que estaba sentado e indefenso cerca de la ventana). “¡Pobre Paquito!. Mira como está... ¡Ahora para que se le llene el cuerpo de ampollas!... Vamos, ¡es lo que faltaba!”.
La vieja atolondrada abría un mueble, y otro, y otro... Buscaba algo que según ella, haría maravillas sobre la maltrecha piel de su marido. Por fin, dejó la alacena al descubierto. El anciano, entonces, la miró despacio y por el rabillo del ojo moviendo la cabeza. Cuando la vio venir con la aceitera en la mano, bruscamente dio un salto de la silla gritando:
- ¿Y ahora qué traes María? ¡Más cosas!... ¿Me vas a poner más cosas?
- Sí Paquito. Sí. ¡Ya verás, ya verás como yo lo arreglo!.
- ¡Tú que vas a arreglar! ¿Pero no ves cómo estoy, despellejándome vivo?.
- ¡Eres más exagerado!... Anda, que ya mismo termino.
- ¿Que soy exagerado? ¿Que soy exagerado?. Haces conmigo lo que te da la gana... Pero ya está bien. ¡No quiero que me pringues!
- Eso, no tiene importancia Paquito. Tú déjalo de mi cuenta, que ya verás.
- ¿Qué te deje? Eso no te lo crees ni tú.
Diciendo esto, el anciano casi encueriches, como pudo, echó a correr por la cocina huyendo de su mujer y tropezando con los sillones de plástico. Ella, aprovechando que su hombre no veía bien y con la aceitera en la mano, lo alcanzó antes de que se escapara. Y empezó a frotarle aceite a diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, al tiempo que murmuraba a gran velocidad:
“El Señor tu medicina. Tu médico San José. Y la Virgen tu madrina. Señor curádmelo entre los tres. El Señor tu medicina. Tu médico San...” Mientras, una parva de cascarillas se despegaba del torso blancuzco del anciano y planeaba por el aire hasta llegar al suelo.
Nunca supo Paquito si fue el pegamento “Imedio” o los rezos de su mujer, pero lo cierto es que los dolores le habían abandonado.
continuará...
1º premio Narrativa femenina. Arahal 2003
1º Premio narrativa Amor y Vida. Santiponce 2004
© Copyright.2005-2010 Inma Valdivia. Todos los derechos reservados.blog-feed.g?blogID=20080040

No hay comentarios: