jueves, 22 de diciembre de 2005

ALBORADA

Y no fue la palabra la que acarició el aire
sino que el viento me trajo tu palabra
envuelta entre brillos anaranjados,
entre plumas y jazmines de estrellas.
Yo tan ciega, tan insignificante,
yo, tocada por la magia de cupido
me deshago entre la piel de tus brazos,
entre tu mirar profundo, desnudo de silencios
embriagando mi carne, mientras,
la noche se resiste a ser vencida
y el crepúsculo se expande
hacia ungüentos de horizontes.
Galimatías de colores
y colores marchitos pincelando
el lienzo de mi sangre.
Y mis cinco sentidos inocentes brotan:
ya mis venas rotas de pasión se inflaman perfumadas,
ya tu pozo abrumado de vida se vacía dislocado,
ya cupido seducido, liba el ardor omnipresente...
Ya ha amanecido.
Dime quén, quién alimenta esta locura,
éste deambular de manos
abrazando tierras perdidas.
Cautiverio de colinas escondidas,
estirpe del tiempo esparcido.
¡Oh! sálvame efimera cuna
de éste olor a sal y de éste salitroso mar.
Detenidamente el espacio genitivo
huele a quimera y desconsuelo,
a secretos clandestinos, a deleite,
a voluntad cedida a la inconciencia
con la conciencia abandonada.
Mis senos se estiran y sombrean tu imagen.
¡Oh! qué rosario inventado de caricias,
¡Oh! qué susurro se derrama de tu carne, y
qué volcán agita mis humedales.
Se descorren los cerrojos del pecaco,
el aire suena, repiquetea:
son apenas delirios de pudor
con lozanias del amor y soledades.
I. Valdivia

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