Hay quienes pasan por el bosque
y sólo ven leña para el fuego.
y sólo ven leña para el fuego.
Proverbio ruso
Aquella madrugada del domingo, la abuela estaba allí, sentada en la cocina de la casa grande y perdida en infinidad de preguntas. Perdida en su pequeño cuerpo fatigado y algo más que grueso. Perdida en las arrugas de su piel, en los dolores de los huesos. Perdida en la longevidad que se le amontonaba curvándole ligeramente las espaldas a modo de un macizo botín de años. Mientras, por los ventanales, lentamente la claridad se apoderaba de los rincones de la estancia. La cocina entonces, en pocos minutos, iba pasando de la negrura borrosa a un brillo casi iridiscente. Sobre el dintel de las aberturas, descendían de las barras unas cortinas dibujadas con motivos de aves silvestres. En el centro, dos mesas estilo castellano, algunas sillas de aneas y los sillones de plástico. Al fondo, como presidiendo el ambiente, la chimenea inanimada repleta de cachivaches y recuerdos. Sobre las blancas paredes colgaban unos muebles pajizos, numerosas estampas religiosas ligadas con fotos familiares y tapices antiguos, que, junto a los electrodomésticos y la puerta de rejilla que tapaban la alacena, le daban a la cocina esa mezcolanza de encanto y vetustez propia de las viviendas antiguas.
El tiempo pasaba. La abuela permanecía situada en el borde del asiento junto a la mesa, inclinada hacia delante, absorta en sus rezos y meditando las palabras duras de su nieta. Viéndola así, inmóvil, sosteniéndose únicamente por las patas delanteras de la silla y con los ojos clavados en la ventana, engendraba una extraña sensación de equilibrio inestable que desafiaba la soledad de la casa.
“Tengo que sacar el pollo del congelador–piensa la abuela irguiéndose con torpeza–. Quiero dejar el almuerzo hecho antes de ir a misa. Después se me echa el tiempo encima. No creo que Laura venga temprano. Pero se va a enterar cuando llegue. ¡Vaya si se va a enterar!. Se va a caer de culo cuando le entregue estos papeles. Valiente descaro... Esta vez se ha pasado de rosca. Tengo que decírselo. Me ha dolido. Sí. Me ha dolido mucho. Yo seré una vieja, pero las cosas no se dicen de esa manera ¿Es que no puede ser algo más delicada hablando?. Aunque no puedo culparla. ¡Es tan joven!”
Cuando abrió el frigorífico, la anciana no pudo evitar un gesto de disgusto. Se pasó las manos por el delantal hasta calentarlas:
“ Otra vez el agua. ¡Estoy harta tanta agua! En esto lleva razón mi nieta, pero seguro que no tiene arreglo”– Cogió perezosamente el trapo de dentro de la nevera y lo estrujó en el fregadero afirmando en voz alta- ¡Un día de éstos me quedo tiesa!
Tras sus palabras, un profundo silencio se hizo en toda la casa.
Como buena cristiana educada para perdonar las ofensas, dirigió su mirada hacia arriba. Sus ojos delataban el brillo del arrepentimiento. Las ideas se le amontonaban en la cabeza:
“¡Dios mío, perdóname!, Laura me cuenta sus cosas... hablamos... siempre está pendiente de mí... de si estoy sola o de cómo me siento. ¡Perdóname, Dios mío, por hacer juicios falsos!”
La luz de las primeras horas del día se filtraba por la ventana. La abuela, sumida en sus pensamientos, trapicheaba de un lado a otro. El agradable olor fresco a mañana de primavera mezclado con tufillo de tostadas se dispersaba por el aire. Desde la entrada de la cocina, sonó una voz rompiendo el silencio:
- ¡ María! Dame algo.
Un repullo violento recorrió el torpe cuerpo de la anciana. El plato que llevaba entre las manos se estrelló contra el suelo. Angustiada masculló:
- ¡Ay Paquito!... ¡Que me has asustado!
- ¿Por qué? ¿Qué he hecho? - murmuró el marido sonriendo - Eso te pasa por estar todo el día rezando. ¡Me tienes abandonado!
El marido, Paquito, ya contaba los ochenta y un años, y aunque también era hombre religioso, de vez en cuando incordiaba a su mujer por su desmesurado misticismo. Los años habían hecho estragos sobre el cuerpo del anciano; las manos le temblaban, y cualquier situación que se saliera de la rutina se le hacía una inmensa montaña. Pero cuando aún no era muy mayor, mientras trabajaba en la herrería, una astilla se le clavó en un ojo y lo perdió. Desde entonces, su mujer se había acostumbrado a ver la cabeza de Paquito girando de un lado a otro hasta enfocar bien lo que pasaba a su alrededor. Aunque llevaban 55 años casados, el tiempo no había conseguido que ella olvidase sus rezos, ni que se dejara de asustar cuando su marido la buscaba sin hacer ruidos y luego le hablaba bajito diciendo su nombre. Él lo sabía. Y en ese momento, el ojo del anciano chispeaba muy abierto y sus labios reflejaban la picardía del chiquillo que hace una travesura y sabe que no es descubierto.
El tiempo pasaba. La abuela permanecía situada en el borde del asiento junto a la mesa, inclinada hacia delante, absorta en sus rezos y meditando las palabras duras de su nieta. Viéndola así, inmóvil, sosteniéndose únicamente por las patas delanteras de la silla y con los ojos clavados en la ventana, engendraba una extraña sensación de equilibrio inestable que desafiaba la soledad de la casa.
“Tengo que sacar el pollo del congelador–piensa la abuela irguiéndose con torpeza–. Quiero dejar el almuerzo hecho antes de ir a misa. Después se me echa el tiempo encima. No creo que Laura venga temprano. Pero se va a enterar cuando llegue. ¡Vaya si se va a enterar!. Se va a caer de culo cuando le entregue estos papeles. Valiente descaro... Esta vez se ha pasado de rosca. Tengo que decírselo. Me ha dolido. Sí. Me ha dolido mucho. Yo seré una vieja, pero las cosas no se dicen de esa manera ¿Es que no puede ser algo más delicada hablando?. Aunque no puedo culparla. ¡Es tan joven!”
Cuando abrió el frigorífico, la anciana no pudo evitar un gesto de disgusto. Se pasó las manos por el delantal hasta calentarlas:
“ Otra vez el agua. ¡Estoy harta tanta agua! En esto lleva razón mi nieta, pero seguro que no tiene arreglo”– Cogió perezosamente el trapo de dentro de la nevera y lo estrujó en el fregadero afirmando en voz alta- ¡Un día de éstos me quedo tiesa!
Tras sus palabras, un profundo silencio se hizo en toda la casa.
Como buena cristiana educada para perdonar las ofensas, dirigió su mirada hacia arriba. Sus ojos delataban el brillo del arrepentimiento. Las ideas se le amontonaban en la cabeza:
“¡Dios mío, perdóname!, Laura me cuenta sus cosas... hablamos... siempre está pendiente de mí... de si estoy sola o de cómo me siento. ¡Perdóname, Dios mío, por hacer juicios falsos!”
La luz de las primeras horas del día se filtraba por la ventana. La abuela, sumida en sus pensamientos, trapicheaba de un lado a otro. El agradable olor fresco a mañana de primavera mezclado con tufillo de tostadas se dispersaba por el aire. Desde la entrada de la cocina, sonó una voz rompiendo el silencio:
- ¡ María! Dame algo.
Un repullo violento recorrió el torpe cuerpo de la anciana. El plato que llevaba entre las manos se estrelló contra el suelo. Angustiada masculló:
- ¡Ay Paquito!... ¡Que me has asustado!
- ¿Por qué? ¿Qué he hecho? - murmuró el marido sonriendo - Eso te pasa por estar todo el día rezando. ¡Me tienes abandonado!
El marido, Paquito, ya contaba los ochenta y un años, y aunque también era hombre religioso, de vez en cuando incordiaba a su mujer por su desmesurado misticismo. Los años habían hecho estragos sobre el cuerpo del anciano; las manos le temblaban, y cualquier situación que se saliera de la rutina se le hacía una inmensa montaña. Pero cuando aún no era muy mayor, mientras trabajaba en la herrería, una astilla se le clavó en un ojo y lo perdió. Desde entonces, su mujer se había acostumbrado a ver la cabeza de Paquito girando de un lado a otro hasta enfocar bien lo que pasaba a su alrededor. Aunque llevaban 55 años casados, el tiempo no había conseguido que ella olvidase sus rezos, ni que se dejara de asustar cuando su marido la buscaba sin hacer ruidos y luego le hablaba bajito diciendo su nombre. Él lo sabía. Y en ese momento, el ojo del anciano chispeaba muy abierto y sus labios reflejaban la picardía del chiquillo que hace una travesura y sabe que no es descubierto.
continuará...
1º premio Narrativa femenina. Arahal 2003
1º premio Narrativa Amor y vida 2004. Santiponde
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