Las palabras cayeron en el espíritu de la anciana como piedras en un pozo removiendo las aguas negras de su interior. Ahora más que nunca sintió ese vértigo inexplicable de la soledad. “¿Será cierto que no he trabajado en mi vida?” Se preguntaba poniendo la panera sobre el mantel para cuando llegara su hombre. No sólo se había marchado su nieta dejándola con ese sabor amargo de la inutilidad, sino que además, su marido no llegaba.
La anciana era dada a exagerar los acontecimientos. Le agitaba una febril excitación. Una sombra roja ardía en sus orejas. La espera se le hacía interminable. Ya se imaginaba que llamarían a la puerta dándole la noticia de que a Paquito, como estaba delicado y no veía bien, lo había pillado un coche, o se había puesto enfermo. Luego, el eco lejano de las palabras de su nieta la hizo reflexionar: “ Que un hombre diga que no he trabajado en mi vida es injusto, ¿pero que lo diga una mujer y universitaria? es imperdonable. Algo está fallando. Claro, como ella se encuentra el terreno abonado..., ahora es fácil recoger las flores de todas las generaciones anteriores. Nosotras, después de la guerra, fuimos sufridoras silenciosas del luto y el miedo que llevábamos dentro”. Pero en ésas estaba cuando el hombre, que tenía las llaves de la casa, se le apareció sin hacer ruido en medio de la cocina y con la cara descompuesta. Ella al verlo, como siempre, se turbó. Luego, se dirigió hacia él con gesto de preocupación relatando:
- ¿Lo ves? ¡Ya sabía que te pasaba algo! ¿Qué tienes?, ¿A que te has puesto malo? – Sin saber qué hacer y sin dejar hablar a su marido – No, ¡Si yo lo sabía! ¿Tienes fatiga? Ven, siéntate. ¡ Ay Dios mío! Te voy a dar una tónica.
Obedeciendo como un perrito faldero, el anciano se sentó en la silla que le había colocado su mujer cerca de la mesa:
- ¡No me marees mujer! – reprochaba apabullado - Vengo que no puedo y tú, nada, erre que erre en vez de ayudarme.
La cabeza del hombre deambulaba de un lado a otro mirando a su mujer que apresurada llegó al frigorífico:
- ¡ No quiero nada! - protestó - Párate y escucha. Primero, entérate de lo que tengo y luego habla. Ya está bien, mujer. ¡Déjame descansar!.
- Sí Paquito, sí. Llevas toda la razón. Pero, ¿qué té pasa? ¿Te duele el pecho? Una Cafinitrina. Eso, una Cafinitrina – decía la mujer hurgando en la caja de las medicinas. –
En pocos segundos le llevaba la pastilla del corazón para ponérsela debajo de la lengua, cuando el marido irreflexivo, de un manotazo retiró la medicina manifestando:
- ¿No te he dicho que escuches primero lo que me pasa? y tú, bla-bla-bla. Con tanto bla-bla-bla me mareas.
- Sí Paquito. Perdona. ¿Pero dime de una vez lo qué tienes para que pueda ayudarte?
- ¡Los dolores de las costillas que me traen frito! – y señalándose con la mano el costado indicó – Por aquí. ¡Todo esto!... Me he sentado en un banco de la plaza y habré cogido frío.
La anciana colocó a su marido lejos de la mesa, agarró un tubo de pegamento Imedio y se dispuso a auxiliarlo. Cariñosamente iba untando el ungüento sobre el cuerpo de Paquito al tiempo que recitaba una oración aprendida en la infancia:
- El señor tu medicina. Tu médico San José. Y la Virgen tu madrina. Señor curádmelo entre los tres. El señor tu medicina. Tu médico San José y la Virgen tu madrina. Señor...
La anciana era dada a exagerar los acontecimientos. Le agitaba una febril excitación. Una sombra roja ardía en sus orejas. La espera se le hacía interminable. Ya se imaginaba que llamarían a la puerta dándole la noticia de que a Paquito, como estaba delicado y no veía bien, lo había pillado un coche, o se había puesto enfermo. Luego, el eco lejano de las palabras de su nieta la hizo reflexionar: “ Que un hombre diga que no he trabajado en mi vida es injusto, ¿pero que lo diga una mujer y universitaria? es imperdonable. Algo está fallando. Claro, como ella se encuentra el terreno abonado..., ahora es fácil recoger las flores de todas las generaciones anteriores. Nosotras, después de la guerra, fuimos sufridoras silenciosas del luto y el miedo que llevábamos dentro”. Pero en ésas estaba cuando el hombre, que tenía las llaves de la casa, se le apareció sin hacer ruido en medio de la cocina y con la cara descompuesta. Ella al verlo, como siempre, se turbó. Luego, se dirigió hacia él con gesto de preocupación relatando:
- ¿Lo ves? ¡Ya sabía que te pasaba algo! ¿Qué tienes?, ¿A que te has puesto malo? – Sin saber qué hacer y sin dejar hablar a su marido – No, ¡Si yo lo sabía! ¿Tienes fatiga? Ven, siéntate. ¡ Ay Dios mío! Te voy a dar una tónica.
Obedeciendo como un perrito faldero, el anciano se sentó en la silla que le había colocado su mujer cerca de la mesa:
- ¡No me marees mujer! – reprochaba apabullado - Vengo que no puedo y tú, nada, erre que erre en vez de ayudarme.
La cabeza del hombre deambulaba de un lado a otro mirando a su mujer que apresurada llegó al frigorífico:
- ¡ No quiero nada! - protestó - Párate y escucha. Primero, entérate de lo que tengo y luego habla. Ya está bien, mujer. ¡Déjame descansar!.
- Sí Paquito, sí. Llevas toda la razón. Pero, ¿qué té pasa? ¿Te duele el pecho? Una Cafinitrina. Eso, una Cafinitrina – decía la mujer hurgando en la caja de las medicinas. –
En pocos segundos le llevaba la pastilla del corazón para ponérsela debajo de la lengua, cuando el marido irreflexivo, de un manotazo retiró la medicina manifestando:
- ¿No te he dicho que escuches primero lo que me pasa? y tú, bla-bla-bla. Con tanto bla-bla-bla me mareas.
- Sí Paquito. Perdona. ¿Pero dime de una vez lo qué tienes para que pueda ayudarte?
- ¡Los dolores de las costillas que me traen frito! – y señalándose con la mano el costado indicó – Por aquí. ¡Todo esto!... Me he sentado en un banco de la plaza y habré cogido frío.
La anciana colocó a su marido lejos de la mesa, agarró un tubo de pegamento Imedio y se dispuso a auxiliarlo. Cariñosamente iba untando el ungüento sobre el cuerpo de Paquito al tiempo que recitaba una oración aprendida en la infancia:
- El señor tu medicina. Tu médico San José. Y la Virgen tu madrina. Señor curádmelo entre los tres. El señor tu medicina. Tu médico San José y la Virgen tu madrina. Señor...
continuará...
1º Premio narrativa femenina. Arahal 2003
1º Premio narrativa Amor y vida. Santiponce 2004
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1 comentario:
tiene buena pinta
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